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ateo poeta

películas con adolescentes

películas con adolescentes  

Little Miss Sunshine” pertenece al subgénero de películas que me permiten compartir buen cine con mis hijos sin tener que ceder, por mi parte, al bombardeo de superproducciones llenas de efectos especiales y dirigidas a “todos los públicos” infantilizados y atolondrados por la industria del espectáculo (tipo “King Kong”, “El señor de los anillos”, “Piratas del Caribe” y similares). Al verla, me acordé de otras películas que también ponen patas arriba esa dictadura del “éxito a toda costa”, esa división del mundo entre “triunfadores y fracasados”: “Las mujeres de verdad tienen curvas” o, la más reciente, “C.R.A.Z.Y.” Estas mismas películas, con su modesto presupuesto y su sabiduría a la hora de narrar historias mínimas y mimarnos con simpáticos detalles existenciales, son un ejemplo patente de lo poco que es preciso para “triunfar” en la vida, para ser alguien, para que tenga sentido, para que la sintamos acompañados. A veces, echo de más su excesivo énfasis en la unidad familiar, con esas frases estridentes del tipo “y recordad que, por encima de todo, somos una familia” (habitualmente pronunciadas por la mamá, última garante del viejo pacto de sangre). La familia como si fuese el único sustento social de las almas desamparadas o, simplemente, despistadas. Pero lo cierto es que cuanto más humor, sencillez y cariño se respiran en tales cintas, más a gusto me siento compartiéndolas con mis chicos ya casi adolescentes, con mi familia, a fin de cuentas. De hecho, los sábados por la tarde hemos recurrido con frecuencia a retrospectivas del sarcástico Woody Allen y de los no menos Monthy Python, y a otras simpáticas desventuras como aquella de los hermanos Cohen, “O Brother!”, o “Elling”, la de aquellos dos tiernos chiflados nórdicos que son externalizados de un hospital psiquiátrico y confrontados a vivir por sí mismos en un piso supuestamente tutelado (uno de ellos, para más sorna, regalaba sus poemas dejándolos en el interior de los alimentos envasados del supermercado).

 

En “Little Miss Sunshine”, la protagonista, podríamos decir, es una niña de siete años que desea fervientemente participar en un concurso de belleza. Pero es un poco gordita y viste, además, unas gafas que le cubren media cara. Su abuelo, que ha sido expulsado de la residencia de ancianos por esnifar heroína, le ha ayudado a preparar su actuación. Olive, la niña, tiene un hermano de unos quince años que lleva varios meses obcecado en no hablar, que odia a toda su familia y que sólo quiere ser piloto de aviones de combate. El padre anda a vueltas con un proyecto de escribir un libro sobre los diez pasos para ser un ganador (“refuse to lose”). De la madre, poco sabemos excepto que acaba de incorporar al hogar familiar a su hermano, un profesor especialista en Proust y homosexual que ha intentado suicidarse tras un desengaño amoroso. Todos se subirán a una vieja furgoneta a la que se le rompe la caja de cambios, entre otras averías, para acompañar a Olive a realizar su sueño en el ridículo hotel donde las niñas queman su infancia por emular a Miss California. Lo curioso es que el viaje irá también poniendo de manifiesto cuán ridículas o nimias son cada una de las aspiraciones de la singular trouppe familiar. Todo desembocará en una convulsiva transgresión de las convenciones y en la reanudación de los lazos familiares que aún subsisten, pues durante el periplo alguno se quedará por el camino. En fin, lo dicho, bonito manual de autoayuda para tomar con palomitas.

 

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