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ateo poeta

la esquela

la esquela

 

Aquella mañana de domingo no dejó de sonar el teléfono. Con voz indecisa y apocada, transmitían sus más sentidas condolencias familiares, amistades y, con gran afluencia, gente del gremio: profesores, escritores y algunos cargos públicos con quienes el fallecido mantenía oscuros vínculos. Mantenía y seguía manteniendo, pues el finado sólo lo era a efectos periodísticos. A este lado del periódico, el supuesto fiambre contemplaba atónito la broma de mal gusto y, una y otra vez, se repeinaba con sus manos los mofletes y el pelo canoso con la ira del estafado y la obsesión de un cirujano plástico. Alguien con perversa ojeriza había insertado en la edición dominical una esquela con su nombre, su flamante cargo académico y toda una retahíla de sentidos pésames por parte de sus familiares y allegados. En realidad se trataba de tres esquelas, pues el autor de tan falsas plañideras lo había planificado todo con sumo cuidado. Una, firmada por la familia; otra, por compañeros de su departamento universitario; otra, por la asociación gallega de arte dramático a la cual “habría enaltecido” el difunto con sus “inolvidables piezas teatrales”. La retórica, no por convincente, debía faltar a la verdad, arguyó agazapado en su modesta ocurrencia el auténtico emisor y pagador –nunca mejor gastado, se reafirmó- de aquellos rectángulos ominosos. Recordaba al respecto un buen número de dramáticas reuniones de departamento insultantemente ensayadas y escenificadas por cada uno de los figurantes que le rendían pleitesía al ahora ya ex-director para tantos colegas de profesión que ni siquiera consideraron necesaria la llamada de rigor, pero a cuyo funeral no dudarían en asistir –¡menudo acto social, no se puede faltar! Él siempre daba sus órdenes antes de la función: con palabras parcas pero con todos los gestos de su cuerpo anunciando el chantaje de turno. A buen entendedor… solía recalcar con su cara de póquer. Pero ese domingo, aún con las legañas vigentes de buen padre de familia, las tostadas con mermelada se le habían atragantado. Nunca imaginó tamaña venganza. Sobre todo ahora, justo cuando su hija mayor, aún universitaria pero a la que todos le auguraban ya la misma senda de éxitos literarios y académicos marcada por su progenitor, había contraído una súbita e implacable parálisis facial.

 

Me cago en su padre, se lamentó con su exquisita educación de ilustre familia burguesa. Será hijo de perra, regurgitó ya con los ademanes que le caracterizaban cuando se disponía a descuartizar a una de sus humildes presas: aspirantes a profesor, en su gran mayoría; aunque una docena de ingenuas becarias –siempre jovencitas, sólo mujeres, son las más listas- también habían sentido en sus carnes la presión de aquella personalidad trituradora. Rápidamente hizo un repaso de todos los malnacidos a los que se les podría haber ocurrido aquel atentado contra las leyes de la demografía. La lista era larga, muy larga, muchos años de ejercicios de cintura para mantener en alto el buen nombre de la institución que representaba, su propia imagen de intelectual comprometido y llegar, por fin, a la cumbre: a la cátedra, primero, que ya pronto dejaría de resistírsele, y a alguna vicerrectoría, después, en un futuro no muy lejano. Entre un manojo y otro de nombres entonaba su rutinaria letanía de hombre sensato: si hubieran sabido negociar y trabajar en equipo no se tendrían que haber marchado, aquellos niñatos eran ambiciosos y mimados, no tenían ni idea del trabajo duro que nos ha tocado padecer a algunos para abrirnos camino… lo que nadie podrá negar es que he conseguido consolidar un grupo bien majo de profesores donde hace veinte años tan sólo había un desierto… La universidad española es así. Dura lex, sed lex. Sólo que una ley de hierro no escrita: tramar alianzas, reunir acólitos, transaccionar con favores, despedir a los díscolos, y, sobre todo, contratar a dedo. ¿Por qué habrá tanto filólogo con ansias de celebridad pero tan analfabeto y poco razonable con las cosas cotidianas? Así no van a ir a ninguna parte -esos integristas, me cago en su estampa-, tarde o temprano daré con él, será alguno de los que recurrieron en tribunales. Aunque todos perdieron, se tranquilizó por momentos con su típica satisfacción alexitímica. Ahora, muchos de aquellos que fueron expulsados del departamento se dedicaban profesionalmente a la literatura, tenían sus bitácoras en internet o habían logrado colocarse en otras universidades, repartidos por medio mundo. Alguna pista le delataría, ya caerá.

 

Lo que era evidente es que el daño ya estaba hecho. Y no podría contraatacar con esas mismas armas tan sucias. Ni tampoco perdería el tiempo ni el prestigio en preguntar en el periódico. La red de soplones es amplia, ya llegaría la revancha. Más que nada, para que aprenda de una vez, que escarmiente por el bien de todos, así no se puede ir por la vida, qué ejemplo vamos a dar. Lo peor de todo fue comprobar que muchos de quienes llamaron por teléfono aquella mañana dominical no hacían más que cumplir con el ritual esperado de interesarse por cualquier anomalía que les sucediese a sus colegas, como si de una cuenta corriente o de inversiones en Bolsa se tratase. Amigos, lo que se dice amigos, sólo le quedaban al difunto virtual los más ligeros de cascos, los que nunca departían acerca de las entrañas ni discutían sobre los trapos sucios, allá cada cual con los suyos. Esa barrera moral sin atisbo de conflicto entre las caravanas del camping de costumbre, sin una palabra de afecto más altisonante que otra. Esos moribundos en vida que se acompañaban cada fin de semana bebiendo vino y comiendo pulpo con los carrillos sonrosados. Los que siempre estarán ahí. Los que te dejan en paz para leer tu novela favorita, porque eres un tipo sensible, de eso no cabe duda, alguien importante que ha dado lo mejor de sus letras a la nación, a la organización universitaria, a una espléndida descendencia filial, ya quisieran otros. Y, de repente, se vio en el trance de improvisar una especie de discurso de despedida, haciendo balance, poniéndose nota, con las mismas artimañas que siempre le habían dejado bien parado en todo enjuiciamiento público, pero con los latidos acelerados, con una fuerte angustia en el pecho como si le fuesen a desconectar del oxígeno asistido de un momento a otro. Maldita la sombra que le parió.

 

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