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ateo poeta

Silvia

Silvia

 

Es muy tarde. Tarde en la noche. Tarde en mi vida. A los cuarenta y cinco ya sabes cómo digerirlo todo. Tragas y expulsas. Conclusión: conoces a la perfección tu vacío interior. Y aquella niña me maravillaba por eso. Por crearte la ilusión de que aún no sabes muchas cosas. Pero ella tenía veintidós. Era mi alumna, aunque a la mayoría de futuras ingenieras informáticas esto de las matemáticas les suele parecer un simple divertimento. A mí me daba igual. Lo que no soportaba era aquella corriente eléctrica. No, no era la del aula de ordenadores. Era el chispazo, el calambre que me aturdía cada vez que me encontraba con aquella niña a menos de un metro de distancia. Incluso más lejos. Cada vez que cerraba los ojos y la veía. La erección era inmediata y vergonzante. La quería evitar a toda costa. Mis principios éticos me obligaban a no traspasar esos límites. Es cierto que somos adultos. Es cierto que otros profesores no tienen escrúpulos de ningún tipo. Es cierto que no perdía nada por insinuarle algo. Pero debía ser al finalizar el curso, sin notas ni posibles chantajes emocionales por medio. Justo cuando todas se olvidan de que existes. Cuando ingresas en la categoría de los viejos profesores. Con un pesado cargamento a cuestas, tal vez invisible, pero más que evidente para esas tiernas criaturas. No hay más que ver sus elecciones de juventud: todo está por hacer, se juntan con quien no es nada, pero tampoco pierden nada si se desjuntan. Es mejor así. No me hago ilusiones. Nunca me las hice, de todos modos. Y casi nunca, pues, se daban las oportunidades para las insinuaciones. Tras la revisión de exámenes borraba todas las huellas. En el caso de Silvia, sin embargo, me pasé una larga hora contemplando fijamente su ficha antes de destruirla. Su teléfono y su correo electrónico. Podría proponerle ayuda para alguna investigación. Pero sería un burdo engaño. Todas mis investigaciones son teóricas y esotéricas. Rehuyo todo trabajo en equipo. No sirve más que para aparentar y entorpecer. Me basto a mí mismo. Pensé que en la universidad me dejarían en paz con mis especulaciones. A duras penas, no obstante, conservo mis oasis para leer y pensar. Lo que no puedo controlar de ninguna manera son las explosiones de magnetismo como las que me asolaban con Silvia. Nunca sabré si ella experimentaba algo semejante. Y eso me duele. Más por curiosidad científica que otra cosa. La verdad es que no tengo ni idea de qué es eso de enamorarse, aunque sospecho que no es nada de lo que me ocurría con Silvia. El atractivo que irradiaba no era enfermizo, estoy seguro. Podía haber cometido alguna torpeza si la hubiese llamado o invitado a tomar algo, pero poco más. Lo único que deseaba era seguir ahí electrocutado, a su lado, eternamente. Lo más probable es que de forma asintótica, para qué engañarnos. Hasta que el aburrimiento, el desgaste, el aumento de la entropía, la vida misma nos volviese a separar. Lo que ocurre es que a mi edad y en mi decadente estado, una simple reciprocidad como aquella me hubiese parecido el regalo más milagroso de la naturaleza. No me importa la soledad, no me hace daño, hay cosas peores. Ahora ya es tarde. Ahora me doy pena a mí mismo. Soy tan inepto. Al desaparecer Silvia es como si me hubieran extirpado una vértebra. Tal vez me lo merezca.

 

Lo que nunca debí hacer fue confesarle a Pierre mi debilidad. Lo supo tres meses después de que comenzásemos a encontrarnos regularmente en su casa. Él es también profesor. De historia de la música, aunque eso es lo de menos. Joven, ambicioso, seguro de sí mismo, el que desprecia los abismos interiores. Pero también sensible y enigmático. Conocía a Silvia desde el instituto. Fue ella misma quien me lo presentó. Venían juntos a preguntar alguna minucia burocrática. A Silvia le brillaron los ojos pícaros y sus labios carnosos de vampiresa se movieron juguetones y cadenciosos mientras me decía el nombre de su amigo. Debió sospechar que yo era homosexual. De igual modo que, al parecer, estaba segura de que esa era la condición de Pierre. Salí con él durante cuatro meses. Una relación iniciática, simplemente. Me lo puso fácil, me lo ofreció todo. Y no perdía nada por probar. Apariencias y prejuicios me importan un rábano. Y, por otro lado, ligar o, más bien, intentarlo desesperadamente, me resulta una pérdida absurda de tiempo. Si con el sexo opuesto no puede ser, por qué no con el mismo sexo. Pierre era experto y atractivo, pero me sedujo con su compañía y su conversación provocadora. Retando siempre mi lógica y mis absurdas preocupaciones algorítmicas. Tenía algo de artista y de erudito a la vez. Lo que ocurrió fue lo habitual. No me enamoré, no sentí nada nuevo y decidí dejarlo. Cerrar el círculo. Volver a mi reclusión. A la espera de milagros. El de Silvia ya lo daba por perdido. Y más cuando la vi de nuevo con Pierre. Pero esta vez no se mostraban sólo como amigos. Para Pierre debía ser la primera vez que se emparejaba con una chica, aunque esta aventura parecía más un alarde de despecho que una verdadera inquietud emocional. Pero era hábil y seductor. Eran jóvenes, con muchas incertidumbres en los intestinos. Lo comprendía perfectamente, pelillos a la mar. Lo que me ha destrozado por dentro es la noticia de la muerte de Silvia. No llevaban ni quince días juntos. Nadie sospecha que pudieran reñir, tan amigos y fraternales desde hacía años. Nadie sabe que Silvia era uno de mis deseos de infinitud. Nadie percibió mi intimidad con Pierre. Todo discurrió de forma muy discreta. Los periódicos sólo dijeron que una escaladora había sufrido un accidente mortal en compañía de su novio. Un deporte arriesgado. Los que buscan su interior en las alturas de las montañas. Pierre, consternado. Aparentemente. No lo quise aceptar, no soy tan crédulo. Algunos accidentes tienen causas si se sabe buscarlas. Y yo era el culpable último de que se apagasen los latidos de aquella dulce incógnita. No puedo dormir. Es muy tarde. Nada ahí fuera tiene las respuestas.

 

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