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ateo poeta

 

La soledad (Jaime Rosales, 2007) es una película cruda, hiperrealista, que deja hablar a una realidad anodina y zafia que envuelve a todos sus personajes, que nos envuelve a todos los que la vemos, que nos acecha porque ya ha sido parte de nuestras vidas. Necesito más dosis de belleza y trascendencia al llegar a casa, por eso escucho un disco melancólico y dulce de Marc Ribot y los cubanos postizos. La soledad me recordó películas como El pisito (Marco Ferreri, 1958), ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (Pedro Almodóvar, 1984) y En construcción (José Luis Guerin, 2001): películas sociales, sobre los dramas de la rutina, donde una fuerza invisible parece aplastar cualquier atisbo de vitalidad, de genialidad, de transgresión. Necesito más dosis de ironía y distanciamento al llegar a casa, por eso gasto las últimas fuerzas del día leyendo un libro en catalán de Sergi Pàmies, Si menges una llimona sense fer ganyotes. En La soledad emergen la enfermedad y la muerte como unas hebras más del paso del tiempo, de los diálogos insulsos, de las discusiones sobre minucias, de los hospitales, de los asesinatos colectivos, de las hipotecas, de los viajes sin deseo. Yo no quiero morirme de desidia, de aburrimiento, de vacíos, por eso me quedé deleitando aquella palabra, la “galbana”, que dijo uno de los personajes y que me recordó aquellas tardes de verano en el pueblo de León. Pero sólo me quedo con la música de la palabra, la música que faltaba en La soledad con sus bofetadas de voyeurismo, de planos atravesados por una pared o por los marcos de puertas y ventanas frenando nuestra identificación con esas vidas enclaustradas. Gracias a las sugerencias y comentarios de Irene G. Rubio en el periódico Diagonal (nº57), www.diagonalperiodico.net, volví a sumergirme en esos cines de Vigo, los de vía Norte, que siempre están a punto de extinguirse por culpa de proyectar películas arriesgadas, difíciles, que exigen toda la pasión ética del espectador para interpretarlas. Es como si siempre hubiera alguien cerca que te diera la mano para invitarte a conocerte a ti mismo (sólo tienes que dejarte); si pudieras, esa poderosa ilusión.

 

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