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ateo poeta

mimos

mimos

 

 

“La nalga es una epifanía y nunca una culminación. Es, como diría mi amigo Jacinto, un sine qua non que encierra la promesa de un cetro soberano que puede ser acariciado, contemplado, besuqueado, palpado... o de un torso para ser recorrido con la lengua o unas tetillas que responden. Lo normal, vamos. Pero son las nalgas como preámbulo las que me descomponen. Así de simple.

        Les decía al principio que no es lo mismo desear que ser deseado. Y yo, a partir de aquel día, tenía un punto peligroso de comparación, un nuevo dato sobre mí y mi cuerpo, que ponía un velo de oscuras perplejidades en mi matrimonio. Tenía que beber más, casi hasta la borrachera, para poder abrazar aquel cuerpo -el de mi marido, digo- que nunca antes me había desagradado. Y creo que él se daba cuenta.

        Con el tiempo y algunas experiencias he aprendido algo que no te explican los manuales y que casi nadie te cuenta. Cuando la química, el flechazo, no funciona, el goce es un goce mermado, limitado. Porque lo de menos -y ahí nos han engañado, os lo aseguro- es el... Es una palabra tan horrible que no la voy a emplear. Pónganla ustedes y evítenmela porque me suena a medicina y consultorio del psicoanalista... Sí, lo que están pensando: esa palabra técnica que empieza por o... Uno de mis amantes preguntaba: ’¿Tuviste mimos?’ Pues eso, mimos. Les contaba que lo de menos son los mimos. Mimos se tienen con cualquiera y una sola puede provocárselos. Y el mimo solitario o el mimo compartido con aquel a quien uno no desea es simplemente una descarga física, gratificante, pero... ¿cómo explicarles?... local, por decirlo de algún modo.

        En cambio, cuando eres tú la que deseas, con mimos o sin mimos, se produce una transfiguración que es física y psíquica: un calambre que te atrapa de la cabeza a los pies, que te aturde y te traslada a otra dimensión. Y eso no se provoca. Es un estado de desvalimiento que convierte tu cuerpo en una cuerda afinadísima -la metáfora es simplona, lo sé, pero me sirve-, capaz de vibrar al menor roce, desde la punta de los dedos hasta el último cabello. Con mis maridos siempre he tenido ’mimitos’ placenteros. Y, en cambio, con mis amantes -sobre todo con esos amantes esporádicos, como el tipo aquel de las gafitas, el de la ensaimada, que acabo de contarles- a veces no... Pero no importa nada. Lo que está prendido puede luego apagarse, y si no se apaga puede irse durmiendo despacito dejando todo el cuerpo en un rescoldo. Pero no hay ’mimo’ del mundo que yo estuviera dispuesta a cambiar por ese estado que es realmente un estado de gracia, un soplo de la vida que modifica los colores, las formas y agiganta las sensaciones.”

 

Lourdes Ortiz, Las nalgas: la confesión

 

 

Entre mis últimas incursiones en la literatura erótica -un género que prodigo y recomiendo vehementemente también como saludable pedagogía sexual- me he entregado con curiosidad al volumen colectivo Verte desnudo editado por la misma escritora, Lourdes Ortiz, de quien he extraído los anteriores párrafos de su particular contribución al libro. Ante todo, no me ha gustado mucho esa compartimentación tan médica y mecánica del cuerpo masculino en cada capítulo, posiblemente sugerida por la editora al conjunto de escritoras para dotar de coherencia al conjunto. Pero la mirada femenina pícara, extravagante o fantasiosa constituye siempre un universo refrescante para entendernos mejor en ese campo de juegos y placeres que mueve nuestras células como pocas otras cosas. Aunque algunas historias derivan por inverosímiles vericuetos (como la de Emma Cohen sobre la adolescente que se enamora del “hombre de la gabardina”) y otras caen en la trampa editorial del fetichismo (como el relato de Cristina Peri Rossi sobre la homología entre el cuello y el sexo), es de agradecer el brillante vocabulario empleado, cargado de oropeles y recreaciones ávidas de sensualidad. En el caso de mi alabada poetisa Clara Janés (“La boca: el banquete”) y en alguna otra, llega incluso hasta el paroxismo, suplantando a la trama y a los personajes. En todo caso, la suma de variados matices, perspectivas y lubricantes sugerencias de todas las autoras nos regala un nutrido inventario de palabras perfumadas, de esas palabras etéreas pero imprescindibles, de esas palabras que se amalgaman, sin solución de continuidad, con la piel, los mimos, el deseo y la eternidad.

 

 

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