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ateo poeta

Elegy

Elegy

 

 

La última entrega de Isabel Coixet, Elegy (2008), vuelve a poner el dedo sobre la llaga de las turbulencias sentimentales: amor, enfermedad, muerte... Él (Ben Kingsley): un profesor neoyorquino de más de sesenta años pero bien conservado físicamente, exitoso en su mundillo intelectual, independiente, divorciado desde hace décadas, atractivo y sexualmente prolífico. Ella (Penélope Cruz): una joven menor de treinta, alumna del susodicho, de familia cubana enriquecida, atractiva e inexperta, supuestamente inteligente, y entregada sin la menor duda al amor con su profesor una vez que es seducida por él (en principio, sólo para copular con ella... la táctica: al acabar el curso, el profesor organiza una fiesta en su casa eludiendo así las prohibiciones de acoso sexual que imperan en el recinto universitario notoriamente visibles a través de placas y carteles por doquier). El guión nos puede sonar algo recurrente y estereotipado: se enamoran pero, debido a su diferencia de edad y a otros inconvenientes sociales, sufren y se separan. Es menester preguntarse, por lo tanto: ¿qué nos aporta de novedoso este típicamente desequilibrado y algo convencional affair? (Convencional por cuanto, en las sociedades machistas, los hombres mayores siempre han tenido más oportunidades para emparejarse con jovencitas en un intercambio de la salud y belleza de éstas por el supuesto bienestar económico y protección física de aquéllos). Me inclino por la hipótesis del “viejo testarudo”. Quiero decir que, a pesar de los dolores de ella (más o menos trágicos según la etapa de la película), me da la impresión de que todo el peso de la narración recae sobre los principios normativos de él (de hecho, la historia se basa en una novela de Philip Roth). O sea, que él no se apea de su tren de vida ni aunque le atraviese a hierro la musa más carnal y hermosa que se hubiera imaginado.

 

Su tren de vida y su código ético consisten, simplemente, en un individualismo radical: no comprometerse nunca (más) en un proyecto de convivencia con otro ser que pueda erosionar alguna capa de su pacientemente cultivada intimidad. Sus amantes le hacen sentir hermoso y deseado. Sus alumnos y audiencias le hacen sentir culto y admirado. ¿Para qué, entonces, reducirse a una vida en pareja que pudiera rebajar considerablemente sus atributos? “No atravesar la frontera” (del matrimonio, de reconocerse enamorado, de compartir sus cuatro paredes durante más de un día): esa parece ser su máxima. Y su amigo el poeta, igual de anciano y promiscuo que él, no hace más que complacerle en su mutuo carpe diem. ¿Podrán las advertencias de la muerte y de la enfermedad hacerle cambiar de idea? Nada de eso, nuestro viejo testarudo se aferra a su suerte y a su vida contemplativa pase lo que pase. Desde su celoso presenteísmo nos intenta convencer con un pronóstico de fuerte realismo: si me uno a esa mujer extraordinaria, parece decirnos, toda esta gloria (de ambos) se transformará en sufrimiento (mío) pues ella es joven y me abandonará antes o después; ergo, mejor me olvido de esta pasión suicida y me conformo con la dicha breve o con la ruptura segura (y sufrimiento mutuo, aunque pequeño) en cuanto se percate de mi falta de entusiasmo... Todas esas tribulaciones no hacen mella en el fondo metódico y mineral de nuestro héroe, aunque sus silencios y parcas reafirmaciones de sus fuentes de afecto nos hagan sospechar, por momentos, lo contrario.

 

 

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