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ateo poeta

Leer Lolita en Teherán

Leer Lolita en Teherán

 

 

“Me obsesiona una fantasía que tengo sobre la adición de un nuevo artículo a la declaración de derechos del ciudadano: el derecho a la imaginación. He llegado a la conclusión de que la auténtica democracia no puede existir sin libertad de imaginar ni sin el derecho a utilizar obras de la imaginación sin restricción alguna. Para tener una vida completa, hemos de tener la posibilidad de formar y expresar públicamente mundos, sueños, pensamientos y deseos privados, de tener acceso continuo a un diálogo entre los mundos público y privado. ¿De qué otra manera podemos saber que hemos existido, sentido, deseado y temido?

 

(...) ’Yo no puedo acostumbrarme’, dijo Manna un día. Y yo no podía culparla. Seguíamos siendo desdichadas, comparábamos nuestra situación con nuestra propia capacidad y nuestras propias posibilidades, con lo que podíamos tener, y había poco consuelo en el hecho de que millones de personas fueran más infelices que nosotras.

 

(...) -Aprende de nosotras -dijo Azin. ¿Para qué necesitas casarte? -Había recuperado el tono insinuante-. No te tomes en serio a esos individuos: sal con ellos y pásalo bien.

Mi amiga la abogada tenía muchos problemas con Azin. Al principio ésta se había mostrado inflexible con lo del divorcio. Diez días después había acudido al bufete con su marido, su suegra y sus cuñadas. Pensaba que la reconciliación era posible. Poco después se presentó sin cita previa; estaba cubierta de magulladuras y dijo que la había vuelto a golpear y que había dejado a su hija en casa de la madre de él. Por la noche, él se había arrodillado al lado de su cama, llorando y suplicándole que no lo abandonara. Mientras hablábamos, Azin rompió a llorar otra vez, diciendo que él le quitaría a la niña si seguía adelante con el divorcio. Aquella niña era toda su vida, ’y ya conocéis a los tribunales, la custodia de los hijos siempre se la dan al padre’. Azin sabía que él sólo quería a la niña para hacerle daño a ella. Nunca se preocupaba por la niña y lo más probable era que la mandase a casa de su madre. Azin había solicitado un visado para Canadá, pero aunque habían aceptado la solicitud, no podía abandonar legalmente el país sin el permiso del marido. ’Sólo si soy dueña de mi propia vida podré obrar sin el permiso de mi marido’, dijo, desesperada y dramáticamente.

 

(...) Cuando me preguntan por la vida en la República Islámica de Irán, no soy capaz de separar los aspectos más personales y privados de nuestra existencia de la mirada del censor ciego. Pienso en mis chicas, que procedían de diferentes clases sociales. Sus dilemas, independientemente de su clase y sus creencias, eran comunes y procedían del expolio, a manos del régimen, de sus momentos más íntimos y de sus aspiraciones privadas. Este conflicto se encuentra en el centro de la paradoja creada por el Gobierno islámico. Ahora que los ulemas gobernaban el país, la religión se utilizaba como instrumento de poder, como ideología. Este enfoque ideológico de la fe diferenciaba a los que estaban en el poder de los millones de ciudadanos de a pie, creyentes como Mashid, Manna y Yassi, que descubrieron que la República Islámica era su peor enemigo; las personas como yo odiaban la opresión, pero los otros tenían que contender con la traición. Sin embargo, también a ellos les afectaban más directamente las contradicciones e inhibiciones de la vida privada que los grandes asuntos de la guerra y la revolución. Aunque viví en la República Islámica durante dieciocho años, no conseguí captar por completo esta verdad durante los primeros años de agitación, durante las ejecuciones públicas y las manifestaciones sangrientas, ni durante los ocho años de guerra, con la alternancia de las sirenas blancas y rojas, mezcladas con el rugido de los cohetes y las bombas; sólo después de la guerra y de la muerte de Jomeini vi con claridad que éstos eran los dos factores que habían mantenido al país unido a la fuerza, impidiendo que las voces discordantes y las contradicciones salieran a la luz.

 

(...) Nassrin me habló de su temporada en la cárcel. Todo había sido un accidente. Recuerdo lo joven que era; todavía iba al instituto. ’Temíamos exagerar cuando les atribuíamos canalladas -dijo-, pero ahora sabemos que casi todo lo que oímos sobre la cárcel era cierto. Lo peor era cuando gritaban nombres a media noche. Sabíamos que las llamaban para ser ejecutadas. Decían adiós y, poco después, oíamos el sonido de las balas. Sabíamos el número de fusilados en una noche concreta por los tiros de gracia que se oían invariablemente después de las descargas. Había una chica allí cuyo único pecado era su asombrosa belleza. La habían encerrado porque algunos la habían acusado falsamente de inmoralidad. La retuvieron durante un mes y la violaron repetidas veces. Se la pasaban de un guardia a otro. La historia recorrió rápidamente la cárcel, porque la chica ni siquiera estaba allí por motivos políticos, con las presas políticas. Casaban a las vírgenes con los guardias, que más tarde las ejecutaban. La filosofía que había detrás de todo esto era que si eran ejecutadas siendo vírgenes, iban al cielo. Hablas de traiciones. Por lo general, obligaban a las que se habían convertido al Islam a disparar el último tiro en la cabeza de sus camaradas, para demostrar su lealtad al régimen. Si yo no hubiera sido una privilegiada -dijo con rencor-, si no hubiera estado bendecida con un padre que tenía su misma fe, Dios sabe dónde estaría ahora; en el infierno con el resto de vírgenes violadas, o quizá sería de las que pusieron la pistola en la cabeza de alguien àra demostrar su lealtad al Islam.’

 

(...) -Una novela no es una alegoría -dije cuando la clase estaba a punto de acabar-. Es la experiencia sensorial de otro mundo. Si no entras en ese mundo, contienes la respiración con los personajes y te involucras en su destino, no habrá empatía, no habrá identificación, y la identificación está en el corazón de la novela. Así es como se lee una novela: inhalando la experiencia. Así que empezad a respirar. Sólo quiero que recordéis esto.

 

(...) La clase transcurrió sin novedad y las siguientes ya fueron más fáciles. Yo era entusiasta, ingenua e idealista, y estaba enamorada de mis libros. Los alumnos sentían curiosidad por mí y por el doctor K, el joven de cabello rizado con el que había tropezado en el despacho del doctor A, extraños fichajes de última hora en un período en que casi todos los estudiantes querían expulsar a sus profesores: todos eran contrarrevolucionarios, término que abarcaba desde trabajar con el régimen anterior hasta utilizar un lenguaje obsceno en clase.

Aquel primer día les pregunté a mis alumnos cuál era el objeto de la literatura, por qué hemos de molestarnos en leer literatura. Fue una manera extraña de empezar, pero conseguí atraerme su atención. Expliqué que durante el semestre leeríamos y comentaríamos a varios autores que sólo tenían en común el hecho de haber sido subversivos. Unos, como Gorki o Gold, eran abiertamente subversivos por sus objetivos políticos; otros, como Fitzgerald y Mark Twain, eran en mi opinión más subversivos, aunque no se notara tanto. Les dije que volveríamos sobre esta palabra porque para mí su significado era ligeramente distinto de la definición habitual. Escribí en la pizarra una frase de T. W. Adorno que me gustaba mucho: ’La más alta forma de moralidad es sentirse extraño en la propia casa.’ Expliqué que la finalidad de casi todas las grandes obras de imaginación era hacer que nos sintiéramos como extraños en nuestra propia casa. La mejor literatura siempre nos obligaba a cuestionarnos lo que dábamos por sentado. Ponía en duda las tradiciones y las esperanzas cuando parecían inmutables. Les dije a mis alumnos que quería que al leer aquellas obras pensaran en cómo les afectaban, les inquietaban, les hacían mirar alrededor y ver el mundo, como Alicia en el País de las Maravillas, con otros ojos.”

 

Azar Nafisi, Leer Lolita en Teherán. Una historia de amor, libros y Revolución

 

 

 

2 comentarios

Polikarpov -

No te pierdas el ensayo: Una historia de la lectura de Alberto Manguel, un librito currado y fascinante sobre libros y lectores y sobre el miedo que ha tenido siempre a los libros el poder. Curioso que esa cosa frágil de papel y letras pegadas haya acojonado tanto a dictadores y tiranos (y sigue acojonando)

ateopoeta -

Gracias a Alexia por conducirme a este estupendo libro. Me imagino que también le encantará a mis queridas filólogas "de Logroño", Bea y Cris, dado que la narradora es profesora de literatura inglesa. Es curioso que fuese Cris quien me regaló el libro de Benjamín Prado sobre los hijos de republicanos que, seguro, también le gustará a Alexia dado su activismo en la recuperación de la memoria de las Brigadas Internacionales. En fin, es hermoso ver cómo se cruzan muchos caminos y libros en nuestra trama de inconformismo con este mundo tan lleno de sádicos y cómplices.