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hundimientos

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Otra noche más, intempestiva. Hurtándole al sueño la paz reparadora que demanda desde hace semanas. A la hora convenida, el turno de vigilancia. La calle Atocha es larga y fría. Con viandantes variopintos, incluso bien entrada la madrugada. Borrachos y coches de policía son los móviles más frecuentes. El frío, la somnolencia espumosa, la mirada perdida a uno y otro lado de la calle, aunque simulando interés y alerta. Los pasillos tenebrosos. Los salones señoriales, fantasmagóricos, con sus decoraciones pomposas y desteñidas, sus techos altísimos y las molduras doradas. Atravesarlos a media noche o al alba era siempre como una despedida. Y tropezar con todo tipo de cachivaches y mobiliario dispuesto para las barricadas o para el abandono definitivo.

 

Esperar un desalojo es más desolador que heroico. La disciplina militar que se acuerda en las interminables asambleas, se disipa a medida que nos envuelven la noche y las pesadillas. Es como esperar a un fantasma más de estas ruinas, aunque proceda del exterior. Nadie sabe cuánto seguiremos así. Velando esta fachada esplendorosa y decadente, pero que se ha preñado de tantas vidas durante estos meses. Aguardando el hundimiento de este barco. O será el otro barco más general, ese que dicen que está en crisis, el que de verdad va a la deriva. Es curioso que una noche me encontré entre las cajas volcadas y los libros añosos desperdigados por el suelo, aquel viejo poemario de Enzensberger: El hundimiento del Titanic. También un voluminoso tomo bilingüe de Walt Whitman, aquel gran oso lírico. Los hojeé con una sonrisa escéptica, como quien se encuentra con entrañables amigos al cabo de mucho tiempo y reconoce que la complicidad esencial permanece.

 

Nos hundirán otra vez, es posible. Pero se seguirán hundiendo sus transatlánticos podridos de explotación y avaricia hasta atragantarse. O eso nos gustaría pensar: amenazarles, demostrarles cuán libres podemos respirar cuando nos unimos, cuando entramos en sus lujosos inmuebles y levantamos el velo de sus leyes taimadas. La calle Atocha suele estar concurrida y bulliciosa, por eso tardan tanto. En este mismo Palacio tenían un despacho los abogados laboralistas que asesinaron los facinerosos impunes al abrigo de la inercia dictatorial. Cada noche y cada mañana que me levanto de mi colchón provisional, se me hiela por un momento la memoria. Permanecer en estos balcones y sumar nuestra presencia, me da una templanza que no tiene precio.

 

“El iceberg pasa silencioso, se desliza junto al barco resplandeciente, y se pierde en la oscuridad.” Sé que algunos preferirían una narración más lineal, sin la ruptura del aliento que supone designar un verso. Pero a mí cada una de esas pausas me evoca mi propia vida. Incluso estas noches tan irreales, observando el horizonte vacío y luego saliendo pronto a trabajar, desatrancando ritualmente el portal magnífico de una madera gruesa y vetusta. Eso es lo que ocurre por las noches. El resto de los días se zambulle en la deliberación, en los cuerpos insurrectos y en la fiesta. La noche que lleguen desapareceremos hasta colarnos en sus insomnios, contemplando el hundimiento desde lejos, desde otra casa expropiada a los ladrones de guante blanco.

 

 

 

2 comentarios

polikarpov -

A veces, como en la película "El Sentido de la vida" te gustaría que el edificio entero se arrancara de sus cimientos y navegara por las calles en busca de otra ciudad.

ateopoeta -

estas emociones intensas proceden de mi inmersión en www.malaya49.org