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Fragmentos del regreso al pasado

Fragmentos del regreso al pasado

 

La segunda obra que leo de Raúl Guerra Garrido se titula El otoño siempre hiere (2000). Se trata de una reflexión sobre la vejez y la vecindad de la muerte, pero también nos interroga sobre la necesidad de la memoria y de las raíces de pertenencia a un lugar y a un clan familiar. El personaje principal, un escritor en torno a la edad oficial de jubilación, emprende un “último” viaje a la región del Bierzo en donde pasó gran parte de su infancia. El motivo de ese viaje es asistir al entierro de un tío que simboliza al último pariente que restaba vivo de la generación anterior por lo que la recua de primos supervivientes se perciben a sí mismos como si pasaran a la “primera línea de fuego”. En los dos días de velatorio y de entierro el protagonista tiene tiempo de sobra para rememorar múltiples fragmentos de su infancia añorada, de la amistad perdida, de las huellas que han dejado sus novelas, de las rencillas y alianzas familiares, de lo que aprendió de su abuelo (el aclamado patriarca del linaje), de las migraciones voluntarias y necesarias... Todo ello sazonado con abundante vino autóctono y con el tono provocador y nada pusilánime del narrador, aunque un tanto decadente y melancólico por momentos. El cuerpo ya no perdona y los achaques están para recordarle el inexorable final que, supone, no tardará en llegar. Algunos personajes que van abriendo conjeturas e intrigas, sin embargo, se pierden sin remisión entre esa jungla de introspecciones, también a veces algo reiterativas, y no se vuelve a saber de ellos. Demasiadas páginas, quizás, para una historia que va zozobrando hacia su final. No obstante, la chispa narrativa del escritor y las cavilaciones filosóficas de su avezado narrador, si es que no son el mismo, junto a su afán por diversas anécdotas a modo de pequeños cuentos intercalados, dejan un regusto agradable y sugerente. La elegante prosa, además, hace que la lectura sea fluida y nos transporte fácilmente a un paisaje leonés que, para mí, también constituye reminiscencias de una corta etapa de mi infancia. Pero no creo que ni los cerezos ni la libertad ni la inconsciencia del tiempo de aquellos días puedan mejorar la dulce madurez del presente. Sólo la declinación del futuro es lo que no queremos ver y aquí nuestros novelistas más veteranos no pueden evitar cierto tono oracular. El otoño, en fin, me regala siempre lluvias suaves, árboles luminosos y hongos comestibles que me resultan una delicia, aunque entiendo la metáfora socorrida y bien merece como refugio literario.

 

“Ningún cadáver nos informa de si hay vida más allá de la muerte, un conocimiento que como el de si hay vida en Marte sólo interesa a los especialistas en cuanto a lo de modificar sus cálculos. Los demás, la haya o no, en nada modificaremos nuestra conducta. Lo importante es conseguir que exista vida después del nacimiento, algo que sólo se consigue a fuerza de voluntad (y suerte). La vida es la trayectoria de esa voluntad (y suerte) entre dos hechos radicalmente involuntarios y aquello que más me aqueja es qué hacer en la jodida última etapa. La que sinuosa se desliza desde cuando, entre encerrarte a escribir un nuevo capítulo o salir a echar una partida de mus con los amigos, decides quedarte viendo la tele. Desde ahí a cuando descubres que no son tus manos las que manejan el papel higiénico, crueldad extrema. Físicamente quizá pueda soportar el dolor, pero la conciencia de tan inútil sufrimiento será insoportable. (…) Si naces en Madrid y vives en Bilbao, cuando toda tu familia es del Bierzo está claro que no eres de ningún sitio. Quizá sea hacer literatura, pero creo que la secuencia suprema de los westerns, el duelo a quién desenfunda antes, decidió mi identidad. Decidí ser el forastero, entre otras cosas porque del forastero es de quien siempre se enamora la chica. La felicidad siempre viene del otro lado de la frontera. Desde muy joven hice mía, sin conocerla hasta muchos años después, la cita de Hugo de San Victor, facedor de puentes o pontífice del siglo XII: ’El que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante; aquel para el que cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien todo el ancho mundo es como un país extranjero.’ Así viví parte del ancho mundo, asumiendo y disfrutando, incluso enorgulleciéndome, de mi extranjería. Siempre, hasta hace poco, me fue cómoda tal condición. Hasta que empezaron a sonarme los huesos. Ahora, cuando el derrumbe de mi fortaleza física es ostensible, comienza a crecer el embrión de otra debilidad más peligrosa, empieza el gusanillo del conformismo a tantear con sus antenas en mis convicciones; creo, y cómo me cuesta el asumirlo, que me encantaría ser de mi pueblo.”

 

Raúl Guerra Garrido, El otoño siempre hiere

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