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ateo poeta

 

 

Leo en el periódico que dentro de 5.000 millones de años

el Sol se convertirá en una gigante roja

cuyas llamaradas se tragarán Marte y la Tierra

y, entonces, un puñado de lágrimas me ascienden hasta

la mirada del revés y todo ese devenir de desolación

se prefigura nítido y diáfano como un infierno

en el que nunca creí.

 

¿De qué me sirve, me pregunto, toda esa conciencia

de un futuro tan devastador?

¿Contribuye con alguna partícula relevante

de invisible polvo cósmico a la certeza

de mi propia muerte no mucho más tangible

aunque sí más próxima en la imaginación

de probabilidades victoriosas?

 

¿A qué animal le causaría congoja el abismo

que separa el riesgo siempre latente de que se

extinga la singularidad de su ser y la gruesa estimación

del áureo vacío en que se sumirá toda la vida templada

que ahora le rodea?

 

¿Quién puede afirmar con la exactitud de las mareas

que es rápido o lento el ritmo con el que nos

abocamos como totalidad hacia la convulsión

de nuestra estrella madre, y que su imperio

nos obliga a la contemplación estática de la efímera

belleza o que su inexorable sentencia es, por sí,

indiferente a los estragos torpes de

nuestras manos impotentes, al fin y al cabo?

 

¿Habría, acaso, alguna palabra que se pudiera

oponer a ese silencio ufano y seguro que viene?

¿No es mejor callar ante lo inefable?

¿O prefiero seguir como si nada, ignorar esa fuerza

pantanosa que reclama la descomposición

de mi cuerpo, que succionará todo vínculo solidario

con los entes que residen en mi cercanía?

¿Por qué otra materia del universo merece menos

estima a pesar de su probada longevidad?

 

¿Y qué valor posee una gota de tristeza astronómica

que apenas llegaría a asomar otro día cualquiera,

leyendo otra noticia o esquela o defunción tanto o más

ingrata y que, de inmediato, sería neutralizada

con una dosis no menos pasajera de euforia o de

hambre o de deseo o de la paz incolora y amarga

que produce el estado de abandono?

 

Fotografía: Ernst Haas

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