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ateo poeta

 

Joe sabía de lo que hablaba. Sus canas tampoco albergaban dudas. Muchos años de vivir y pelear en la calle habían dejado las típicas huellas de la experiencia y un puñado de amigos con los que siempre podía contar. Muchos de sus enemigos se habían quedado en el camino cuando Loisaida era un campo de batalla y las hileras para adquirir una dosis de heroína eran más largas que las del Bronx. De aquellos tiempos aún le quedaban las cicatrices de las piedras que casi le parten el cráneo en dos cuando defendía uno de los primeros solares que ocuparon en el barrio. Unas piedras que provenían de la azotea donde se parapetaba una banda de puertorriqueños, pero Joe nació en una familia italiana y sabía bien que aquellas disputas por el territorio tenían demasiadas raíces intrincadas como para azuzar aún más el fuego. De los disturbios de Tompkins Square aún guarda el recuerdo de una cojera causada por las tropas rabiosas que comandaba Giuliani a quien se le atribuye, entre sus desafortunadas declaraciones, la famosa amenaza a los odiados squatters: “en esta ciudad no hay sitio para quien no pague su alquiler”. Aunque poco después tuvo que tragarse algunos de los conspicuos sapos que profería su afilada lengua, no falta quien afirma que Joe y otros squatters simplemente ganaron unos pocos edificios porque Giuliani quería apaciguarlos mientras se deshacía del resto de las viviendas municipales. Loisaida no está tan lejos de Wall Street, a fin de cuentas, y las arcas municipales de hace tres lustros necesitaban sanearse con urgencia. Había compradores de sobra si se mantenía a raya a las tribus de insurrectos. En algún despacho de algún anónimo rascacielos siempre se sentaba alguien frotándose las manos y calculando las ganancias; la fauna humana superviviente a ras de suelo constituía una simple incomodidad contable.

 

Cuando Sara llegó a la gran manzana con su corta veintena de vida flotando en su cuerpo ligero, apenas había oído hablar de los punks, de los vagabundos y de los anarquistas que rompían con mazas las puertas tapiadas de los edificios en ruinas. Todo eso quedaba muy atrás. Ella simplemente quería huir cuanto antes de una rutina plana y anodina en un aislado suburbio donde se sentía, por expresarlo concisamente, recluida. Se despidió con la excusa de desarrollar sus habilidades artísticas en un lugar más enriquecedor y acabó a salto de mata durmiendo en los talleres y almacenes varios donde iba encontrando trabajo. Su peso pluma evidenciaba una anorexia galopante pero lo que más llamaba la atención de su cándida apariencia era uno de esos aros de “hula-hop” que portaba siempre a modo de mascota. Sólo a Joe le hizo partícipe del intento de violación que sufrió volviendo a casa una tarde oscura después de sus clases de baile. Nunca se había atrevido a decirles nada a sus padres, lo último que quería a los quince años era perder la escasa libertad de la que disfrutaba para evadirse por sus parques y escondites favoritos. Pero el peso de aquel recuerdo ominoso, de alguna manera, había congelado el tiempo y sus pupilas casi siempre perdidas en el horizonte. El Loisaida que se encontró Sara ya era muy diferente al de los edificios ardiendo por doquier y las sirenas policiales delimitando el espacio imaginario del miedo. Joe fue quien le ayudó a entrar en una de las viviendas fantasma que aún son fáciles de divisar y, poco a poco, entre ellos, contra todo pronóstico, se fueron estrechando los lazos de suerte tal que en pocas ocasiones se les veía separados.

 

Aún no habían acabado las obras de rehabilitación de arriba abajo que se habían emprendido en el edificio de Joe. No había ni techos ni escaleras cuando lo tomaron con sus paraguas como estandarte. De hecho, sólo comenzaron a recaudar fondos para arreglarlo cuando los litigios con los sabuesos de Giuliani les dieron un respiro. Lo peor ya había pasado. Joe sabía de qué se trataba todo aquello, vivir sin agua, sin luz, con un ojo siempre en la ventana, incluso en sueños, por si acechaba el próximo embate, a veces de matones o de vecinos sin escrúpulos. Ahora sólo se trataba de un riñón. En realidad, del segundo, del último que le quedaba válido pues el primero ya había sido víctima de las inclemencias y las infecciones del pasado. Sara había conseguido todo el dinero posible para ingresarle en el hospital, incluso recurriendo a la familia que había dejado atrás. Pero todo era siempre escaso para pagar las facturas de un sistema que, para colmo, no podía garantizar una donación a tiempo ni en condiciones. A nadie le sorprendió que Sara, aquella muchacha con aspecto frágil y ensoñador, comenzara a repartir carteles por todo el barrio solicitando un riñón para Joe. De nuevo y salvando las distancias, otra operación de realojamiento estaba en marcha. Con tesón, encarnando todas las resistencias anteriores, con la misma incertidumbre que había permeado sus vidas hasta entonces. Hasta que se equilibrase la balanza de lo imposible.

 

Fotografía: ateopoeta (Umbrella House, NYC)

 


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