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ateo poeta

 

Podría pagarse un taxi pero prefiere echar un vistazo a las catacumbas de la ciudad. Son más de las 11 de la noche y algunas ratas ya campan sin reparos por los andenes. La penumbra y la decoración de azulejos ocres en esas galerías parecen ancladas en décadas pretéritas. Cargada con su cámara a cuestas, ha tomado el metro en Christopher Street y se dirige al sur de Brooklyn pues le han soplado que por allí han aparecido nuevas áreas de prostitución. Alejadas del centro, desplazadas por la presión policial, pero nunca confinadas sino cada vez más móviles, cambiando de año en año, o en cuestión de meses. Es cierto que ahora cada vez más el negocio se hace “on line” y a domicilio; sin embargo, la calle no ha perdido sus alicientes. Caras conocidas, dotes de seducción, clientes incluso andando a pie, sin la barrera del vehículo distante, y cierta solidaridad de grupo, al menos mientras no merodean los matones de gatillo flojo.

 

Sharon empezó a entrevistar a prostitutas y queers hace quince años. En el West Village o, mejor dicho, en el Far West -la frontera salvaje- de Manhattan que pocos atravesaban. Sin mayores pretensiones, tan sólo para matar el tiempo, aquellas largas conversaciones durante las noches frías o las pausas indefinidas le permitieron trabar confianzas y complicidades que ninguna tarjeta de presentación conseguiría. A sus veintidós años pocas veces dudó al transitar entre las penumbras del viejo puerto y los desordenados aparcamientos de camiones. Uno más de los enclaves residuales e inhóspitos de la ciudad todavía entonces marcado por vallas rotas, antiguos almacenes ruinosos y una vía rápida atestada de tráfico. También emergían ya los primeros movimientos de tierras para construir un nuevo parque urbano donde pudiera llevar sus perros a pasear la gente acomodada que volvía a residir en el Village. A Sharon le habían encomendado informar sobre el SIDA, repartir preservativos y echar una mano en otras cuestiones básicas, siempre que se pudiera. Por horarios no había problema en compaginar aquel voluntariado con los estudios. Por localización tampoco podía quejarse: aún hoy sigue residiendo en el viejo estudio artístico de su primera amante en la ciudad, quien usa la ajustada renta del alquiler para vivir bien holgada en distintos países suramericanos.

 

Mientras el traqueteo metálico usurpa todo el sonido a su alrededor, vuelven a abrirse paso las mismas ráfagas de recuerdos. Hace sólo seis meses que Benjamin, su hermano pequeño, se suicidó. Muchos le conocían en internet como Harvey, pues a veces se presentaba así en velado homenaje a Harvey Milk, aquel valedor de los “gay rights”, los derechos de los homosexuales, que fue vilmente asesinado décadas atrás. Tal admiración, sin embargo, no hizo de Ben un activista político. A pesar de su indignación siempre buscó el retiro y los estudios de informática le proporcionaron la excusa perfecta. En el suburbio negro y humilde de Baltimore donde crecieron, cualquier atisbo de homosexualidad encontraba un rápido escarnio: padres que quemaban con cigarros la piel de sus hijos raros, amenazas de muerte o de mutilaciones entonadas por los acosadores del colegio cuando los chicos gays osaban vestir alguna prenda considerada femenina, o cuando ellas se hacían fuertes juntas, arrestos brutales y noches en la comisaría sólo por su inevitable pluma que se añadía, como en el caso de Ben y Sharon, al peligroso color negro y muy oscuro de su piel, ya que hasta en esas gradaciones cromáticas se repartían las humillaciones a discreción. Afortunadamente a Ben le acompañaba el halo protector de su hermana mayor, más curtida en las tácticas de supervivencia al ostracismo. El halo, no obstante, se esfumó cuando Sharon voló hacia el Village y Ben, con apenas catorce años, se encontró solo ante aquella hostilidad sistemática. Al final Ben también se fue tras ella en cuanto tuvo ocasión, pero nunca pudo alcanzar la jovialidad, la ironía y las ganas de bailar para las que Sharon siempre estaba disponible. Sólo una nube de mal agüero derivada de aquellos años de separación y silencio, de algo inexplicable y nunca confesado, se instalaba rutinariamente en su atmósfera privada.

 

Ahora ya casi no hay prostitución en el Hudson River Park. Al menos muy poca de la ejercida por los más vulnerables que Sharon distingue bien por la calidad de su ajuar, por el color de su tez y, sobre todo, por la improbabilidad de poseer las llaves de alguna puerta tras la que exista algo parecido a un hogar. Su documental de graduación narraba algunas de estas vidas deambulantes de travestis y jóvenes queers cada vez más obligados a la dispersión. Su mera presencia devaluaba el mercado inmobiliario. Y lo hacía justo en una época en que el pintoresco Village se erigía en uno de los más deseados por quienes podían vivir con todo tipo de lujos. Aquella “familia callejera” no pudo resistir el embate. El sol poniente sobre las costas de New Jersey ya no sería nunca más su austero privilegio. Poco a poco, el cerco se estrechó sobre sus cuerpos, tantas veces magullados, y los estragos del SIDA, simplemente, completaron el resto de la faena. Allá donde vayan, en cualquier caso, Sharon seguirá acudiendo y acompañándolos, pues de algún lugar ella también precisa sacar arrestos para erguirse cada día.

 

3 comentarios

ateopoeta -

(salió a medias el anterior comentario... decía que) no lo había pensado antes porque las visitas por aquí son frugales, aunque casi siempre nutritivas ;)

quizá no sea tan mala idea, así que lo acabo de poner en portada

gracias por acercarte

ateopoeta -

bueno, nunca pensé que fuera necesario, las visitas aquí son frugales, pero siempre nutritivas :)

pero quizá tienes razón, así que lo voy a colocar también en la portada:

autodesplanifica [arroba] gmail [punto] com

gracias por la prenda

Ser. -

Deberías tener un correo de contacto para que yo no tuviera que escribir con tanto corte. Pues nada, que me he quedado prendada del blog.