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ateo poeta

 

Cada mañana

mi sobrino lloraba

y lloraba hasta

el agotamiento,

sumergido en la

densa oscuridad

de sus deseos

insondables.

Después, sus ojos

se adherían a la luz

absoluta

y vagaba a tumbos

por todos los rincones,

su mirada aún

bajo el secuestro

de un impaciente

latiguillo.

Sólo unos meses atrás

se le había negado,

para siempre,

la leche prodigiosa

del pecho materno:

la quimérica fuente

que saciaba

sus sueños.

Cada juego y

cada palabra,

a partir de entonces,

sólo representarían

una huella de esa

y sucesivas privaciones,

la rabia

frente a los vínculos rotos

no obstante, enseguida

reanudados.

La prueba muda de

que todo conduce,

indefectiblemente,

a una soledad

un poco más fría.

Si recojo tu llanto

en mis cóncavas

manos,

si bailo contigo

al son de la dicha

que vas descubriendo

y si sonrío

cuando sonríes

sin propósito claro,

es, tan sólo, porque

me recuerdas

lo frágil y milagroso

que supone seguir

vivo,

queriendo vivir aquí

y lejos, de algún

u otro modo

que sortee la bruma

y que nos acerque

los labios

a la nieve fundida.

 

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