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ateo poeta

teoría de la espera

teoría de la espera

 

La mayoría esperamos

con paciencia

en una fila larga

como la eternidad.

A nadie le agradan

los retrasos

con respecto a la hora

convenida,

pero somos esclavos

de las circunstancias

de otros

y de esos dispositivos

de tecnología punta

que yerran

no menos

que los muy humanos

que los crearon.

 

Sólo nos resta

pensar

en la flor

y en cualquier placebo

de la belleza

inalcanzable

para mitigar

este flagelo

del vacío,

esta fracción

de vida o tiempo,

que tanto da,

sin propósito

ni gozo

discernible.

 

Los cuerpos

y las maletas

se retuercen

y se disponen

irregulares

por la sala

como esas constelaciones

antiguas

que se debían intuir,

recomponiéndose

después

firmes en su línea

en cuanto empieza

a andar el grueso

del pelotón

a las órdenes

del personal

autorizado,

hartos ya de tanta

parsimonia

y protocolo.

 

No es de extrañar

que los más ansiosos

o filibusteros

aprovechen

la conmoción

para adelantar

posiciones

y colarse vilmente

con un rictus

de seriedad,

como si no les cupiese

la menor duda

de que están ejerciendo

un natural y legítimo

derecho.

 

Los demás, atónitos,

ni les silbamos

ni les increpamos

de alguna otra manera

ostensible,

como aturdidos

por el cansancio,

pillados

por sorpresa,

contemplativos

de las artimañas

de quienes

no se cortan un pelo.

 

Entre los ultrajados

se pueden distinguir

tres grupos

destacando quienes

estudian

con atención inusitada

las maniobras ajenas

por si acaso

se vuelven a topar

en la misma tesitura

en un futuro

próximo

y osan actuar,

entonces,

igual que aquellos

espabilados.

 

Otros más puristas

se indignan

inútil

y silenciosamente,

reservando su bilis

para el acantilado,

el desierto

o la meseta

donde clamarán

con su grito

en el cielo.

Hallaremos, por fin,

a quienes sostienen

la tesis

de la jauría

y animarán

a sus congéneres

a atacar

todos los flancos

-todos a una-,

sin respetar orden

ni prelación

que valgan

por estimarlas el resultado

de árbitros

parciales,

lo cual habría sido

ampliamente

verificado

hasta en los países

más orgullosos

de su avanzada

civilización.

 

En tales escenarios

de disensos

y de leyes

que galvanizan

y apuntalan

las desigualdades

preexistentes

en estos sobrios paisajes,

nos suele quedar

la sensación

de ser marionetas

cuyos hilos

penden del viento

mientras se auguran

tormentas peores

que pueden traernos

nuevos lodos

con sus consiguientes

amargas, tediosas

e inevitables

esperas.

 

 

Fotografía: Luke Smalley

 

 

 

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