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ateo poeta

 

En aquellas ocasiones en que hablaban conmigo tan sólo con interrogaciones, me sentía incómodo, como un falso protagonista. ¿Quién definía los propósitos de las preguntas? ¿Por qué se exigía mi participación? A menudo podía pasar desapercibido, observando lo justo, degustando el fluir del tiempo y los detalles nimios del entorno. No sé si era una especie de regalo o casi una necesidad fisiológica, pero esos momentos de vida social, al menos, rompían con la rutina y el ensimismamiento. Lo peor sucedía con motivo de celebraciones, despedidas y otros eventos en los que arreciaban todas esas cuestiones convencionales sobre el trabajo, la familia, la hipoteca o las noticias de actualidad. Si no eran muy impertinentes, tendía a escabullirme detrás de una sonrisa o de respuestas cortas y esperables. ¿Para qué ir de extravagante? ¿Es que deberíamos ponernos a jugar a otra cosa en vez de representar la misma farsa de siempre? ¿Por eso descuidaba las amistades y apenas llamaba durante meses, por temor a ese espejo reiterativo y absurdo? Otras veces las conversaciones se cruzaban e interrumpían mutuamente, como si nadie tuviera interés en que alcanzasen alguna meta con sentido. Era desesperante pero, incluso ahí, lograba alejarme un poco del ruido gracias a algunas interjecciones de asentimiento o al mutismo que, probablemente, daba una imagen de mí bastante deplorable. Sólo el baile y la risa tonta me permitían evadirme de la cacofonía reinante. Es como cuando te quitas las gafas y todo alrededor continúa a su ritmo sin que nadie se percate de tu carencia de dioptrías.

 

 

Fotografía: Stanko Abadic

 


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