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ateo poeta

 

Primero nos pidieron

la contraseña.

 

Después nos dijeron

que no era una contraseña segura:

debíamos reforzarla.

 

Más tarde nos advirtieron

de la nueva normativa

en materia de contraseñas:

deberían ser ininteligibles.

 

En la siguiente vuelta de tuerca

nos obligaron a memorizar

varias contraseñas

ininteligibles y siguiendo un orden

que ningún robot pudiera adivinar.

 

Un día llegó un aviso urgente:

las contraseñas serán modificadas

regularmente, cada pocos meses,

semanas, días o, mejor, cada vez

que se solicite el permiso de acceso.

 

El laberinto de las múltiples contraseñas

que se bifurcan instaló nuevas

alambradas, trincheras y cortafuegos

a lo largo y ancho del continente

cognitivo en el que pretendíamos relajarnos:

nuestro dinero no estaría a salvo, perderíamos

nuestra valiosa información, nos infectarían

de destructivos virus que darían al traste

con nuestra carrera, listas de contactos

y recordatorios de los lugares favoritos.

 

Antes de que todo eso ocurriera, alguien

debería haberse formulado la pregunta

pertinente.

 

 

Fotografía: Wayne Miller

 

 

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