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extracto de "Los amores confiados", una novela de Luisgé Martín

extracto de "Los amores confiados", una novela de Luisgé Martín

 

"En una de esas noches en las que fui a recogerle a la cafetería del tanatorio, Markus me contó la historia terrible -o inventada- de una mujer colombiana a la que acababa de acompañar en el velatorio de su esposo muerto. Llevaba viviendo en España seis años. A los pocos días de llegar había conocido en una iglesia a un compatriota suyo del que se había enamorado perdidamente y con el que se había casado enseguida, al cabo de unos meses. La mujer, según Markus, llevaba una fotografía de la boda apretada al pecho. En ella se veía a la pareja posando en el pasillo de la capilla, delante del altar. Ella, sonriente, lucía un vestido blanco corto lleno de encajes y de volantes, y en las manos sujetaba un ramo poco nupcial de claveles o de flores parecidas. El hombre, con la piel de color café, muy guapo, tenía un bigotito fino y miraba a la cámara desafiante, orgulloso, con esa prestancia algo arrogante que tienen algunos infelices en su grandes ceremonias. El traje negro, seguramente alquilado o prestado por alguien, le caía con tanta apostura sobre el cuerpo que Markus se acercó a examinar el cadáver para comprobar qué se había hecho de toda esa belleza.

 

La pareja pasó, al parecer, varios años dichosos. Él trabajaba de camarero en una discoteca frecuentada por latinoamericanos en la que se bailaban cumbias, guarachas, danzones, guajiras y habaneras, y ella estaba empleada en una empresa de limpiezas que la mandaba a fregar y dar lustre en grandes edificios de oficinas y centros comerciales. Habían alquilado un piso pequeño en una de las ciudades dormitorio del sur de Madrid y, aunque deseaban tener algún hijo en el futuro, habían ido aplazando la fecundación hasta que su situación económica les permitiera un poco de bienestar. Eran muy religiosos, al modo casi fanático en que lo son los pobres o los ignorantes, y todos los lunes, miércoles y domingos, supersticiosamente, acudían a misa y a unas reuniones de catequesis en la iglesia en la que se habían conocido. En el vestíbulo de su casa, además, tenían un pequeño altarcillo lleno de imágenes de vírgenes y de santos ante el que se arrodillaban cada noche para rezar.

 

El el quinto año de matrimonio, la mujer comenzó a sospechar que él la engañaba con algunas clientas de la discoteca, pues aunque seguía cumpliendo con todos los deberes conyugales -el temperamento latino, la sangre caribeña-, había empezado a regresar a casa a horarios desacostumbrados y tenía a veces en el cuerpo olores raros, de perfume o de jabones que no eran suyos. Del dinero de su paga, además, faltaba siempre algo y no conseguían ahorrar a final de mes. Ella, que no tenía familia ni demasiados amigos en España, sintió pánico de quedarse sola y, sobre todo, de que el hombre al que amaba rompiera su corazón para siempre. Y entonces se atrevió a pedirle a un detective privado, cuyas oficinas limpiaba cada día, que le ayudase a descubrir si su esposo se veía con alguien. No tenía dinero y no podía pagarle, pero Markus estaba seguro de que en algún momento le recompensó carnalmente por sus servicios, pues en esos estados de desesperación no se guardan escrúpulos morales, incluso aunque lo que se entregue sea parecido a lo que se deplora. El detective accedió a espiarle y, sin mucho esfuerzo, comprobó que las sospechas de ella eran ciertas: su esposo llevaba una vida bastante libertina. En el informe que le entregó a la mujer -tan pulcro y documentado como el que preparaba para los clientes habituales- había fotos de él besándose en la discoteca con mulatas exuberantes y una descripción detallada de otros comportamientos menos inocentes. Ella, abrumada, le contó todo al padre espiritual que tenían en la iglesia, quien reprendió enseguida, escandalizado, al pecador. El hombre, entonces, se quitó la vida disparándose en el corazón con una pistola que tenía el dueño de la discoteca en la caja fuerte donde guardaba la recaudación. Las palabras que debió de decirle el cura, amenazándole con un infierno lleno de tormentos y una eternidad en la que no se acabarían las torturas corporales y los sufrimientos del alma -las dulzuras con las que bendicen siempre los doctores de la Iglesia a quienes contravienen sus enseñanzas, según Markus-, alimentaron sus remordimientos hasta la muerte. No se atrevió a volver a casa y mirar a su esposa a la cara. Se mató antes de que la vergüenza le destruyera. ’Qué más me daba a mí’, decía la viuda en la sala del tanatorio, abrazada a Markus y sollozando, ’qué más me daba con quién se encamara. Yo sé que a pesar de todo era a mí a quien quería.’"

 

Luisgé Martín, Los amores confiados (2005)

 

Fotografía: Nan Goldin

extractos de "Los amores confiados", una novela de Luisgé Martín

extractos de "Los amores confiados", una novela de Luisgé Martín

 

"La confianza que Diego me tuvo a partir de aquel momento duró muy poco. Ya no volvió a haber reposo entre nosotros. Si me sorprendía mirando a alguien, aunque fuera descuidadamente, se enrabiaba como un niño o caía en un estado depresivo que le impedía dormir y le baldaba por completo. Cuando estábamos en un restaurante o en una cafetería, yo no debía mostrar nunca demasiada simpatía hacia los camareros, sobre todo si eran jóvenes, ni podía fisgar con los ojos por las otras mesas del local, como me ha gustado hacer siempre, pues en ese caso me acusaba de desatención o de galanteo. En la calle tenía que caminar con la vista al frente y un poco caída, girándome sólo para hablarle a él, si iba a mi lado, o para comrpobar que no venían coches cuando quería cruzar la calzada. Cualquier amistad extraña que yo tuviera -un compañero nuevo de trabajo, un conocido al que saludaba por la calle con afectuosidad o un vecino de gestos amanerados- era motivo de malicia y tenía que ser en consecuencia refutada por mí con signos de desprecio o de desinterés para evitar sospechas: de uno decía que estaba casado, aunque no lo estuviese, de otro que me resultaba desagradable o que había envejecido en exceso, de un tercero que había contraído el sida por su promiscuidad, incluso si dicho individuo era ejemplo de castidad y no había tenido nunca relaciones sexuales.

 

Diego espiaba cada uno de mis movimientos con es ofuscación que sólo puede ser engendrada por un miedo terrible. Enseguida me di cuenta, además, de que su obsesión creaba en mí otra obsesión igual: le observaba mientras estaba vigilándome, imaginaba que curioseaba a hurtadillas en mis papeles, en busca de secretos, presentía sus argucias y sus inquietudes, y, en algunas ocasiones, le escudriñaba yo a él para asegurarme de que sus investigaciones no llegaban demasiado lejos. A veces me preocupaba más de interpretar el papel que me correspondía, fingiendo lealtad con una exageración de actor de opereta, que de explicarle a Diego cuáles eran mis sentimientos y mis devociones. Él sólo me culpaba de algo en circunstancias extraordinarias, cuando el temple de sus nervios se desmoronaba y, como los locos, comenzaba a tener delirios. El resto del tiempo lo pasaba callado, custodiándome a escondidas y aguardando el momento en que la traición fuera por fin demostrada. (...)

 

-Cada vez que imagino que alguien pone una mano en tu cuerpo y te acaricia -me dijo un día, poco antes de que nos separásemos- siento como si el estómago se me hubiese llenado de serpientes que me estuviesen devorando hasta matarme.

 

Diego no tenía costumbre de de hacer filigranas literarias al hablar, pero si recuerdo con minuciosidad esa frase verbosa y expresionista no es por sus virtudes poéticas, sino por el terror con que la dijo. Tenía los ojos muy abiertos, como si lo que quisiera mirar estuviese dentro de él. Su gesto se parecía al de esos actores de cine que en las películas ven espectros o criaturas sobrenaturales que les hielan el corazón. Estaba enajenado, despavorido, igual que los poseídos por el diablo. Me di cuenta entonces de que un hecho que para mí era insignificante, casi trivial, a Diego podía llevarle al desvarío o a la muerte. Sólo le engañé en una ocasión, pero podría haberlo hecho muchas más veces sin que los remordimientos me desvelaran por ello. La circunstancia de que alguien que no fuese él me acariciara me parecía algo venial, ridículo, y, aunque no perseguí jamas lances así, por el respeto que le tenía, tampoco los evité nunca. En realidad siempre le fui fiel por mi fealdad, y no por mi rectitud. No apruebo que alguien comparta la vida con dos personas al mismo tiempo, ocultando a una de la ellas la existencia de la otra, ni siquiera estoy ya seguro de que la promiscuidad sexual sea benéfica o inevitable, como alguna vez sostuve, pero el amancebamiento ocasional, la fornicación o la putería de una noche me parecen placeres indispensables para la salud del cuerpo y del espíritu. No hay ninguna carne que merezca ser sagrada ni ninguna castidad por la que deban celebrarse ordalías o entablarse discordias. Las traiciones verdaderas, como saben incluso los más puritanos, son de otra especie. Balbino Carpintero, el hombre que en la Nochevieja de 1993 le arrancó los ojos al cadáver de la mujer a la que acababa de matar en una discoteca, según contaba la noticia de prensa que yo recorté y guardé en mis carpatacios, solía discursear mucho sobre ese asunto. En casi todas las entrevistas que tuve con él en la cárcel, muchos años después de que cometiera su crimen y de que yo me separase de Diego, me hablaba con amargura de las infidelidades de su esposa quien, aunque nunca se había acostado con ningún otro hombre mientras estuvieron casados, compartía sus secretos y sus aspiraciones con una o dos amigas a las que hacía confidencias que a Balbino nunca se atrevía a hacerle."

 

Luisgé Martín, Los amores confiados (2005)

 

Fotografía: Nan Goldin

Mi querida bicicleta (dos fragmentos de un relato de Miguel Delibes)

Mi querida bicicleta (dos fragmentos de un relato de Miguel Delibes)

 

"Me alejaba de nuevo, sorteaba el cenador, topaba con la casa, giraba a la izquierda, recorría el largo trayecto junto a la tapia hasta alcanzar el fondo del jardín para regresar al paseo central. Mi padre iba ya caminando lentamente hacia el porche.

—Es que no me atrevo. ¡Párame tú! —supliqué al fin.

Las nubes sombrías nublaron mi vista cuando oí la voz llena de mi padre a mis espaldas:

—Has de hacerlo tú solo. Si no, no aprenderás nunca. Cuando sientas hambre sube a comer.

Y allí me dejó solo, entre el cielo y la tierra, con la conciencia clara de que no podía estar dándole vueltas al jardín eternamente, de que en uno u otro momento tendría que apearme; es más, con el convencimiento de que en el momento en que lo intentara me iría al suelo. Entre las ramas se oían los gorjeos de los gorriones y los silbidos de los mirlos como una burla, mas yo seguía pedaleando como un autómata, bordeando la línea de la tapia, sorteando las enredaderas colgantes del cenador. ¿Cuántas vueltas daría? ¿Cien? ¿Doscientas? Es imposible calcularlas pero yo sabía que ya era por la tarde. Oía jugar a mis hermanos en el patio delantero, la voz de mi madre preguntando por mí, la de mi padre tranquilizándola, y persuadido de que únicamente la preocupación de mi madre hubiera podido salvarme, fui adquiriendo conciencia de que no quedaba otro remedio que apearme sin ayuda, de que nadie iba a mover un dedo para facilitarme las cosas; incluso tuve un anticipo de lo que había de ser la lucha por la vida en el sentido de que nunca me ayudaría nadie a bajar de la bicicleta, de que en este como en otros apuros tendría que ingeniármelas por mí mismo. Movido por este convencimiento, pensé que el lugar más adecuado para el aterrizaje era el cenador. Debería llegar hasta él muy despacio, frenar junto a la mesa de piedra, afianzar la mano en su superficie y, una vez seguro, levantar la pierna y apearme. Pero el miedo suele imponerse a la previsión y, a la vuelta siguiente, cuando frené e intenté sostenerme en la mesa, la bicicleta se inclinó del lado opuesto, y yo me vi obligado a dar una pedalada rápida para reanudar la marcha. Luego, cada vez que decidía detenerme, me asaltaba el temor de caerme y así seguí dando vueltas incansablemente hasta que el sol se puso y ya, sin pensármelo dos veces, arremetí contra un seto de boj, la rueda delantera se enrayó con las ramas y yo me apeé tranquilamente.

Mi padre ya venía a buscarme.

—¿Qué?

—Bien.

—¿Te has bajado tú solo?

—Claro.

Me dio en el pestorejo una palmada cariñosa. (...)

 

Pero cuando la bicicleta se me reveló como un vehículo eficaz, de amplias posibilidades, cuya autonomía dependía de la energía de mis piernas, fue el día que me enamoré. Dos seres enamorados, separados y sin dinero, lo tenían en realidad muy difícil en 1941. Yo veraneaba en Molledo-Portolín (Santander) y Ángeles, mi novia, en Sedano (Burgos), a cien kilómetros de distancia. ¿Cómo reunirnos? El transporte, además de caro, era muy complicado: ferrocarril y autocar, con dos trasbordos en el trayecto. Los ahorros míos, si daban para pagar el viaje no daban para pagar el alojamiento en Sedano; una de dos. ¿Qué hacer? Así pensé en la bicicleta como transporte adecuado que no ocasionaba otro gasto que el de mis músculos. De modo que le puse a mi novia un telegrama que decía: ’Llegaré miércoles tarde en bicicleta; búscame alojamiento; te quiere, Miguel’. Creo que la declaración amorosa sobraba en esa circunstancia puesto que el cariño estaba suficientemente demostrado pero la generosidad de la juventud nunca tuvo límites. El miércoles, antes de amanecer, amarré en el soporte de la bici dos calzoncillos, dos camisas y un cepillo de dientes y me lancé a la aventura. Aún evoco con nostalgia mi paso entre dos luces por los pueblecitos dormidos de Santa Olalla y Bárcena de Pie de Concha, antes de abocar a la Hoz de Reinosa, cuya subida, de quince kilómetros, aunque poco pronunicada, me dejó para el arrastre. Solo, sin testigos, mis pretendidas facultades de escalador se desvanecieron. En compensación, del alto de Reinosa a Corconte -veintitantos kilómetros- fue una sucesión de tumbos donde la inercia de cada bajada me proporcionaba casi la energía necesaria para ascender el repecho siguiente. Aquellos primeros años de la década de los cuarenta, con el país arruinado, sin automóviles ni carburante, fueron el reinado de la bicicleta. Otro ciclista, al que algún que otro peatón, un perro, un afilador, los chirriones acarreando yerba en las proximidades de los pueblos, eran los únicos obstáculos de la ruta. Recuerdo aquel primer viaje de los que hice a Sedano, como un día feliz. Sol amable, bruma ligera, brisa tibia, la bicicleta rodando sola, sin manos, varga abajo, un grato aroma a heno y boñiga seca estimulándome. Me parece recordar que cantaba a voz en cuello, con mi mal oído proverbial, fragmentos de zarzuelas sin temor a ser escuchado por nadie, sintiéndome dueño del mundo."

 

Miguel Delibes, Mi querida bicicleta (1988)

 

Julian Barnes' characters about love, sex and friendship

Julian Barnes' characters about love, sex and friendship

 

"Stuart: My marriage -my second one, my American one- ended in divorce after five years. Now in England the voice-over would go, ’His marriage failed after five years.’ I mean the voice-over in your own head, the one that comments on your life as you live it. But in the States the voice-over went, ’His marriage succeeded for five years.’ They’re a nation of serial marriers, the Americans. (...)

 

Gillian: There was this suggestion in the papers recently that marriage should be treated as a business. Romance never lasts, they said, so couples should negotiate the terms of their partnership in advance: all the conditions and clauses, rights and duties. Actually, it doesn’t sound to me like a new idea at all. It reminds me of those old Dutch paintings -husband and wife side by side, gazing out at the world a little complacently, the wife sometimes holding the purse. Marriage as business: look at our profits. Well, I absolutely don’t agree. What’s the point if the romance isn’t still there? What would be the profit if I didn’t want to come back to Oliver every evening? Of course, we talk about arrangements a lot. That’s like any normal marriage. Children, shopping, meals, pick-up times, homework, television, the school run, money, holidays. Then we fall into bed and don’t have sex. Sorry, that’s one of Oliver’s jokes. At the end of a long day, when work’s been a problem and the girls have been a handful, he’ll say, ¡Let’s just fall into bed and not have sex.’ (...)

 

Stuart: Friendship can be more complicated than marriage, if you ask me. I mean, marriage, that’s the ultimate challenge for most people, isn’t it? The moment when you put your whole life on the line, when you say, here I am, this is what I stand for, I’ll give you everything I’ve got. I don’t mean worldly goods, I mean heart and soul. In other words, we’re aiming for a hundred percent, aren’t we? Now we may not get that hundred percent, most likely we won’t, or we might get it for a while and then settle for less, but we’ll be aware of that figure, that completeness, existing. What used to be called an ideal. I guess we call it a target nowadays. And then when things go wrong, when the percentage drops below an agreed target figure -say fifty percent- you have this thing called divorce. But with friendship, it’s not so simple, is it? You meet someone, you like them, you do things together -and you’re friends. But you don’t have a ceremony saying you are, and you don’t have a target. And sometimes you’re only friends because you have friends in common. And there are friends you don’t see for a while who you pick up straight away, right where you left off; and others where you have to start all over again. And there’s no divorce. I mean, you can quarrel, but that’s another thing. (...)

 

Gillian: The rule about married sex, if you’re interested -and you may not be- is that after a few years you aren’t allowed to do anything you haven’t done before. Yes, I know, I’ve read all those articles and advice columns about how to spice up your sex-life, about getting him to buy you special underwear, and sometimes just having a romantic candlelit dinner for two, and setting aside quality time to be together, and I just laugh because life isn’t like that. My life, anyway. Quality time? There’s always another load of washing. Our sex-life is... friendly. Do you know what I mean? Yes, I can see that you do. Perhaps all too well. We’re partners in the act. We enjoy one another’s company in the act. We do our best for one another, we look after one another in the act. Our sex life is... friendly. I’m sure there are worse things. Much worse. Have I put you off? He or she beside you has had their light oput for some time now. They’re doing that breathing which is meant to sound like sleep but doesn’t really. You probably said, ’I’ll just finish this bit,’ and got a friendly grunt in reply, but then you read on a bit longer than you thought. But it doesn’t matter now, does it? Because I’ve put you off. You don’t feel like sex any more. Do you?"

 

Julian Barnes, Love, etc. (2000)

 

Ilustración: Emilce Fuenzalida

 

extracto de un cuento de Vlady Kociancich

extracto de un cuento de Vlady Kociancich

 

 

"Cuando su editor le anunció que la novela ya aceptada no se publicaría, Alejandra, impecablemente vestida, clara como la rosa de la publicidad del maquillaje, cruzadas las piernas en displicente exhibición de medias francesas y zapatos italianos de taco alto, se había echado a reír con su risa apaciguante, cálida.

 

-Otro libro que engrosa mi biblioteca inédita.

 

No se enojó, no reclamó. Aunque esa novela le había dado un sentido a su mustia vida cotidiana. Tal vez porque escribirla era olvidarse. Tal vez porque escribiendo para otros sentía la necesaria frescura del deseo, unas gotas de agua en la tormenta de arena que duraba dos años. Francamente, ya no tenía importancia. La novela se había sumado a la lista de conflictos inútiles que Alejandra, cada día más sabia, eliminaba de su visión del mundo.

 

¿Para qué publicar otro libro si tantos se estaban publicando? ¿Para qué esforzarse? En escribir. En publicar. En levantarse de la cama. En alimentarse. En caminar. En hablar. Miles de millones de seres humanos lo hacían, ciegos a las monstruosas cifras del crecimiento demográfico, fieles al sueño de ser únicos, de ser indispensables.

 

Y Alejandra se ruborizó.

 

-Qué egoísmo -dijo, mirando la taza-. Estar viva sin ganas, ocupando un lugar en un planeta donde sobra la gente."

 

Vlady Kociancich, Cuando leas esta carta, 1998

 

Fotografía: Julie de Waroquier

Deseo de ser punk

Deseo de ser punk

 

“Algunas cosas duelen y no se pasan. Tendrás treinta y cincuenta años, y una parte de ti seguirá estando triste por los días en que no pudiste ser la reina de una fiesta, o por otros motivos que ahora no sabemos. Y aunque tu novio de ese momento te abrace muy fuerte, notarás que tu pena sigue. Hay una parte donde nunca nos abrazan. Aunque nos quieran muchísimo. Esa parte está ahí, esa pena. Y nadie llega a tocarla nunca. (…) Necesitamos un sitio adonde ir. ¿Cuánto cuesta una casa vacía? Hay millones de casas vacías. Los adolescentes las necesitamos. Una casa para cada cien adolescentes y seguirían sobrando millones de ellas. O un local de los que se alquilan y llevan meses cerrados. Un sitio de todos y de nadie, donde no haya que pagar por estar ni consumir algo ni matricularse en un curso ni entregar un carnet. (…) Si un tipo empieza a contarme algo y me convence, sigo con él aunque su libro tenga quinientas páginas. Cuando lees, alguien está contigo contándote cosas. Y si ese alguien tiene actitud, o por lo menos intenta tenerla, le escuchas. No necesito que me cuenten cosas de ningún otro mundo. Nacer, morirse, la rabia, las cosas buenas, las putadas de este mundo son suficientes. (…) No nos convertiríamos en esos tipos con pinta de universitarios que había por todo el bar. Y además, ni falta que nos hacía. No quiero ser como ellos porque, si lo fuera, a lo mejor terminaba aceptando que esto no está tan mal. A veces es mejor que te empujen, que te pongan el collar de perro. Lo malo era que aunque nos convirtiésemos en otra cosa, daría igual, sería peor pero igual, empezaríamos a trabajar antes o nos iríamos a vivir a una casa okupa o a un pueblo abandonado, o dejaríamos la carrera a medias, o la terminaríamos y tendríamos un empleo de vender cosas por teléfono, o seríamos parados y paradas y deberíamos seguir en casa de nuestros padres aceptando trabajos de una semana o de un mes. Y si nos íbamos a una casa okupa, nos desalojarían y tendríamos que irnos a otra y luego a otra, y acabaríamos quemados, hartos, y ni siquiera seríamos capaces de llevar una cresta con púas para que nadie nos pasara la mano por la cabeza con compasión. (…) Para mí los mejores vídeos de todos son dos de los diez o doce que hay en la prisión de San Quentin. En uno [Johnny Cash] les canta a los presos el tema titulado justo así ’San Quentin’. Los presos están ahí delante, muy cerca, es un escenario que no es más que una pequeña tarima, mientras él va cantando cosas como ’San Quentin I hate every inch of you / San Quentin may you rot and burn in hell / may your walls fall and may I live to tell / San Quentin I hate every inch of you’. San Quentin, odio cada palmo de ti, San Quentin, ojalá te pudras y ardas en el infierno, ojalá tus paredes se vengan abajo y yo aún tenga vida para decir: San Quentin, odio cada palmo de ti. Supongo que me refiero a que una cosa son las canciones, que al fin y al cabo viven en el aire y se extinguen sin dejar huella, y otra cosa es cuando las canciones son verdad, no por lo que puedan ser, sino por lo que son, porque lo que él está diciendo en ese momento no le corresponde a él decirlo sino a esos tipos de película vestidos de azul grisáceo y que para nada son actores sino presos que, cuando Cash se vaya, van a seguir allí dentro durante montones de años.”

 

Belén Gopegui, Deseo de ser punk

 

 

Novela que invierte la lógica clásica de situar los momentos más intensos en el centro de la narración, para desplazarlos a los extremos. No obstante, la autora nos incita a meternos en la piel de una chica adolescente, reflexiva, crítica y con muchas ganas de salir de la normalidad y la alienación que percibe a su alrededor. Por medio de la música con sustancia, de valorar a las personas sinceras y comprometidas con otras personas, y de poner todo en cuarentena, podemos ver cómo germina un bello espíritu irreverente e insumiso. Hay mucha tristeza en el fondo, hastío, dolores sin digerir. A pesar de ello, también emergen destellos de luz, ganas de gritar y de vivir con dignidad, con compañerismo y sin alharacas su presente. En buena medida, hasta parece configurar cómo se van fraguando las ideas y sentimientos de una activista social, política o artística por despuntar. Un relato, en fin, verosímil y conmovedor, quizás con un exceso de referencias “culturales” y con menos aventuras de las que se pueden esperar al principio, pero con una prosa breve, fluida y en primera persona que facilita, en la lectura, vivenciar, o recrear en nuestro pasado adolescente, lo mismo sobre lo que medita la protagonista de la historia.

 

Fragmentos del regreso al pasado

Fragmentos del regreso al pasado

 

La segunda obra que leo de Raúl Guerra Garrido se titula El otoño siempre hiere (2000). Se trata de una reflexión sobre la vejez y la vecindad de la muerte, pero también nos interroga sobre la necesidad de la memoria y de las raíces de pertenencia a un lugar y a un clan familiar. El personaje principal, un escritor en torno a la edad oficial de jubilación, emprende un “último” viaje a la región del Bierzo en donde pasó gran parte de su infancia. El motivo de ese viaje es asistir al entierro de un tío que simboliza al último pariente que restaba vivo de la generación anterior por lo que la recua de primos supervivientes se perciben a sí mismos como si pasaran a la “primera línea de fuego”. En los dos días de velatorio y de entierro el protagonista tiene tiempo de sobra para rememorar múltiples fragmentos de su infancia añorada, de la amistad perdida, de las huellas que han dejado sus novelas, de las rencillas y alianzas familiares, de lo que aprendió de su abuelo (el aclamado patriarca del linaje), de las migraciones voluntarias y necesarias... Todo ello sazonado con abundante vino autóctono y con el tono provocador y nada pusilánime del narrador, aunque un tanto decadente y melancólico por momentos. El cuerpo ya no perdona y los achaques están para recordarle el inexorable final que, supone, no tardará en llegar. Algunos personajes que van abriendo conjeturas e intrigas, sin embargo, se pierden sin remisión entre esa jungla de introspecciones, también a veces algo reiterativas, y no se vuelve a saber de ellos. Demasiadas páginas, quizás, para una historia que va zozobrando hacia su final. No obstante, la chispa narrativa del escritor y las cavilaciones filosóficas de su avezado narrador, si es que no son el mismo, junto a su afán por diversas anécdotas a modo de pequeños cuentos intercalados, dejan un regusto agradable y sugerente. La elegante prosa, además, hace que la lectura sea fluida y nos transporte fácilmente a un paisaje leonés que, para mí, también constituye reminiscencias de una corta etapa de mi infancia. Pero no creo que ni los cerezos ni la libertad ni la inconsciencia del tiempo de aquellos días puedan mejorar la dulce madurez del presente. Sólo la declinación del futuro es lo que no queremos ver y aquí nuestros novelistas más veteranos no pueden evitar cierto tono oracular. El otoño, en fin, me regala siempre lluvias suaves, árboles luminosos y hongos comestibles que me resultan una delicia, aunque entiendo la metáfora socorrida y bien merece como refugio literario.

 

“Ningún cadáver nos informa de si hay vida más allá de la muerte, un conocimiento que como el de si hay vida en Marte sólo interesa a los especialistas en cuanto a lo de modificar sus cálculos. Los demás, la haya o no, en nada modificaremos nuestra conducta. Lo importante es conseguir que exista vida después del nacimiento, algo que sólo se consigue a fuerza de voluntad (y suerte). La vida es la trayectoria de esa voluntad (y suerte) entre dos hechos radicalmente involuntarios y aquello que más me aqueja es qué hacer en la jodida última etapa. La que sinuosa se desliza desde cuando, entre encerrarte a escribir un nuevo capítulo o salir a echar una partida de mus con los amigos, decides quedarte viendo la tele. Desde ahí a cuando descubres que no son tus manos las que manejan el papel higiénico, crueldad extrema. Físicamente quizá pueda soportar el dolor, pero la conciencia de tan inútil sufrimiento será insoportable. (…) Si naces en Madrid y vives en Bilbao, cuando toda tu familia es del Bierzo está claro que no eres de ningún sitio. Quizá sea hacer literatura, pero creo que la secuencia suprema de los westerns, el duelo a quién desenfunda antes, decidió mi identidad. Decidí ser el forastero, entre otras cosas porque del forastero es de quien siempre se enamora la chica. La felicidad siempre viene del otro lado de la frontera. Desde muy joven hice mía, sin conocerla hasta muchos años después, la cita de Hugo de San Victor, facedor de puentes o pontífice del siglo XII: ’El que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante; aquel para el que cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien todo el ancho mundo es como un país extranjero.’ Así viví parte del ancho mundo, asumiendo y disfrutando, incluso enorgulleciéndome, de mi extranjería. Siempre, hasta hace poco, me fue cómoda tal condición. Hasta que empezaron a sonarme los huesos. Ahora, cuando el derrumbe de mi fortaleza física es ostensible, comienza a crecer el embrión de otra debilidad más peligrosa, empieza el gusanillo del conformismo a tantear con sus antenas en mis convicciones; creo, y cómo me cuesta el asumirlo, que me encantaría ser de mi pueblo.”

 

Raúl Guerra Garrido, El otoño siempre hiere

Rumba

Rumba

 

Otra película que me hizo reír y llorar en los estertores del verano fue esta casi teatral y casi muda Rumba (2008, Dominique Abel), que proyectaron en el ciclo de cine belga de la Filmoteca. Es una tragicomedia romántica algo lenta y exagerada por momentos, pero que está cargada de color, humor negro, coreografías y un amor frágil y robusto a la vez, por más que distintas desgracias lo acosen por el camino.

 

La comedia de la inocencia

La comedia de la inocencia

 

Esta película francesa, La comedia de la inocencia (2000, Raoul Ruiz), la descubrí este pasado verano y me dejó con el sabor fresco e inquietante del buen cine. Misteriosa y llena de omisiones y silencios bien ponderados, con un ademán casi psicoanalítico llena de ecos de Buñuel. Los actores juegan magistralmente sus simulacros dentro de varios reflejos especulares, como personajes que simulan ser otros personajes. Y de fondo numerosas preguntas acerca de los deseos y astucias de la infancia, de cuánto queremos y cómo, de verdad, a esos seres en constante desafío a sus potencialidades.

 

Buscando a Eric

Buscando a Eric

 

Nueva parábola político-moral de Ken Loach (y su guionista siamés, Paul Laverty) en su última película: Buscando a Eric (2009). Divertida, con sus ditirambos rocambolescos, como acostumbra, y personajes entrañables, en la línea de algunas de sus otras memorables filmaciones. Pero el aspecto épico del “working-class hero” que reaviva la máxima de “la unión hace la fuerza” y la filosofía dialéctica a la búsqueda de terceras vías posibles, no deja lugar a dudas. Es una didáctica parábola más del Loach de “Pan y rosas”, de “Tierra y libertad”, de “Riff Raff” y tantas otras. Y, en esta ocasión, con una madura dosificación del humor y del drama, de lo verosímil y de lo sorprendente. Entre esto último, la aparición del futbolista Eric Cantona en las alucinaciones esquizofrénicas del protagonista son todo un dechado de lucidez y buen humor. No menos reflexivas son las cuestiones que suscitan la maternidad y la paternidad en solitario, en un segundo plano aparentemente relegado por debajo de la sempiterna cuestión: ¿qué podemos hacer autónoma, justa y eficazmente, al margen del Estado y su monopolio de la violencia, contra aquellos (un caricaturizado mafioso, en este caso) que nos aplican su violencia en lo cotidiano? Hace años leí la respuesta de Saúl Alinsky que reproduce fielmente esta película con la ayuda contemporánea de los vídeos divulgados por internet. Pero no la adelanto aquí con ánimo de que vayáis a descubrirla en vivo (si es que esto es posible decirlo acerca de ver cine, aunque sea en una sala pública). La comercialización del fútbol, la adolescencia a la deriva, la amistad de corazón y el amor sincero son otras tantas vetas que descollan en la historia, con un realismo sutil y sin caer en sermones. En fin, una estimulante maravilla para todos los sentidos.

 

 

 

Gafas

Gafas

 

 

En el festival Cineuropa de Santiago de Compostela me he encontrado con esta inspiradora película: Megane (Gafas), dirigida por Naoko Ogigami (2007). La sinopsis oficial deja a la claras el argumento: “Es como pasar unas relajantes vacaciones en una playa japonesa, una historia que redescubre el placer de las cosas sencillas y lo estimulante que puede ser perder el tiempo contemplando el horizonte. Taeko, una profesora urbanita un tanto estresada, llega a un pequeño hotel junto al mar para pasar unas vacaciones. Regentado por el excéntrico Yuji, frecuentado por Haruna y espiritualmente inspirado por la misteriosa Sakura, el lugar funciona como un pequeño microcosmos donde los móviles no funcionan, echarse la siesta es casi obligatorio y la vida transcurre entre helados de judía roja, gimnasia matutina en la playa y cenas a base de langosta. Una película encantadora que deja una sonrisa permanente en los labios.” Hay muy poco drama en las escenas, escasos momentos de tensión, ausencia de conflictos serios. Sólo la turista perpleja ante la vida placentera que reina en el lugar suscita unos instantes de inquietud. Ella misma oculta las misteriosas causas que le impulsaron a retirarse a esa recóndita localidad costera donde la gente cultiva el campo, pesca y, sobre todo, come con delicadeza y deleite. La cámara de la directora se detiene una y otra vez en las comidas, en los silencios de las comidas, mostrando poéticamente toda su simplicidad, toda su necesidad. La señora Sakura sólo llega en primavera, antes de los monzones, sin equipaje alguno, y ofrece alegremente sus granizados a cambio de cualquier cosa que se le quiera dar en contraprestación, excepto dinero. También ameniza a diario una simpática especie de Tai-Chi compartida por nativos de todas las edades. Todo parece un prodigio de convivencia, de alimentos saludables y de meditaciones introspectivas contemplando la caída del sol. Eso es la vida y poco a poco asistimos a su redescubrimiento por la profesora visitante, por esa huésped que acaba abandonando su maleta de libros en una carretera y dejándose llevar por la cerveza compartida con una sonrisa, por los gestos de la reciprocidad. Todos han mirado en su pasado interior, en la muerte futura, en las ruinas de la civilización que les rodea no muy lejos de allí. Y, sin embargo, todos parecen darse cuenta de que la felicidad consiste en esa especie de “slow life”, de comunalidad respetuosa y del esfuerzo y los artificios imprescindibles para estirar el tiempo de vida. Ahí están los vasos comunicantes con el resto del mundo. Por eso no hay más huéspedes en los alojamientos turísticos de este humilde paraíso.

 

 

El secreto de sus ojos

El secreto de sus ojos

 

 

La última película del argentino Juan José Campanella, El secreto de sus ojos (2009), juega en los umbrales de varios géneros (thriller, drama y comedia) hasta permitirnos tocar la médula de su narración: la memoria de oprobios y frustaciones. Consigna el director: “Me fascina la memoria. Cómo repercuten hoy en día decisiones que hemos tomado hace veinte, treinta años. La memoria que también puede ser la de una nación. (…) Quizá pueda ser una historia como ésta, una historia de crimen, pero principalmente de amor. De un amor en estado puro. De un amor que se terminó cuando era puro capullo, sin darle tiempo a haberse marchitado.” Pero no son suficientes ingredientes tan extremos: los actores nos hacen vibrar con sus rutinas y sus osadías, los amores cercenados son muy distintos cuando dependen de elecciones propias y cuando los causan brutalidades ajenas, los sentidos de la justicia discurren por caminos tortuosos. Más allá de interpretaciones tan verosímiles y de personajes tan viscerales, la película emociona, estremece y apela a nuestras dudas con sutileza. Y nos recuerda las trampas que tiene todo esfuerzo titánico por reconstruir la memoria de lo que todavía nos constituye.

 

 

 

Chet Baker

Chet Baker

 

Hace unas semanas proyectaban en Madrid el documental “Let’s Get Lost”, dirigido por Bruce Weber en 1988, así que estrenado por aquí con más de 20 años de retraso (si es que no se trata de una reposición por pasar desapercibido por entonces). En estas semanas habré visto una decena de películas más, pero ninguna le llega ni a los talones a aquella obra. Cierto es que la adulación que uno siente por la voz dulce y romántica de Chet Baker, tanto como por sus fraseados inmensos a la trompeta, hace mella en cualquier valoración juiciosa acerca de las experiencias artísticas que se van inoculando en nuestra vida. El documental es más que un simple bio-pic del talentoso jazzman. Es, sobre todo, una hilación soberbia de verdaderas fotografías en blanco y negro, evocadoras de la tristeza y derivas del protagonista. Acaricia al espectador tanto como a la ficción. Acaricia la ficción: juega a contar las cosas como si cada personaje, cada escenario y cada anécdota compendiasen historias morales, dramas históricos, perlas narrativas cazadas al vuelo. Acaricia al espectador: no hay ningún misterio sobre el que aleccionar, sabemos desde el principio que Chet Baker se suicidó a los 58 años, sabemos que deambulaba entre hoteles y mujeres y una galopante y temprana toxicomanía, sabemos que estuvo en la cárcel y se olvidó de sus hijos, sabemos, no obstante, que aún no sabemos casi nada. Y nos vamos dando cuenta después de que todas esas cartas se han puesto descubiertas sobre la mesa.

 

No hay interrogatorios. Su madre, sus amantes, sus hijos, su esposa, sus compañeros de oficio: todos adoran al hombre que también se adora a sí mismo, o eso pretende hacernos creer delante del espejo narcisista de la cámara. Sin embargo, el director nos muestra una admiración más trascendental, la de aquellos que reconocen a un músico con una fortaleza estética extraordinaria y, a la vez, a un ser humano profundamente débil, dependiente, sensible y perdido. El “James Dean” del jazz lo llegaron a denominar. Uno de los pioneros del “cool” jazz. Nunca imaginé todo eso por debajo de esas canciones tan limpias y amorosas durante tantas noches en vigilia. En una de las canciones a las que Baker entrega toda su oscuridad interna transmutada en sentidas entonaciones, dice: “imagination is funny (…) imagination is crazy (…) imagination is silly”. Chet Baker, a fin de cuentas, no quiere hacer cuentas con nada ni con nadie. La imaginación no le importa porque sabe que todo está ya saldado. Sólo le aplaca el alma el milagro que se produce cuando le escuchan atentamente, cuando sus melodías parecen venir a él sin esfuerzo y ese es todo lo que nos puede ofrecer. Bruce Weber tan sólo viaja con él en sus últimos conciertos por antros y garitos de costa a costa. Nos reparte los retratos de su pasado y las arrugas prematuras del presente, y allá nosotros.

 

La semana pasada me encontré la biografía de Chet Baker en italiano en el hostal de un hospital psiquiátrico de Milán. Había unos veinte ejemplares a disposición de los huéspedes ocasionales. Sólo unos días después de ver la película, así que me animé a la lectura. Pero lo que más me sorprendió fue el lema que presidía el hostal y el hospital en general: “Da viccino nessuno é normale” (De cerca, nadie es normal). Una herencia de las corrientes de la anti-psiquiatría, muy probablemente. ¿Cuánto de cerca podemos llegar a conocer a alguien? ¿Cuán probable es desequilibrarnos a las primeras de cambio? Nadie es normal, todos somos extraños. Nuestras búsquedas, además, están salpicadas por los momentos sublimes de los que consideramos menos cuerdos y fiables. Convivir con las contradicciones será todo un arte, al menos si ellas aceptan convivir con nosotros en idéntica proporción.

 

http://www.fileden.com/getfile.php?file_path=http://www.fileden.com/files/2009/10/15/2603989/12%20LET%27S%20GET%20LOST.mp3

 

Bailar sobre una baldosa

Bailar sobre una baldosa

El título de este libro de Jorge Riechmann aparecido el año pasado, tiene un título cautivador: Bailar sobre una baldosa. Una pista para ir resolviendo el enigma: sólo unos pocos, muy pocos, hacen del gozo de vivir un ejercicio de belleza, de reflexión sobre el mosaico que habitamos, y de alerta ante las señales de nuestra finitud ecológica. Voluntad de minoría, sí, pero también de agitación de mayorías. Riechmann juega a dos bandas. En una despliega toda una artillería de datos y citas sobre la actual catástrofe ecológica nunca antes experimentada en nuestro planeta (al menos, con la presencia de los homínidos). En paralelo nos muestra retazos de su biografía, aforismos de caminante, guijarros de ética, política y poética. Dice que persigue el sueño de Walter Benjamin de escribir un libro sólo con citas, pero no se resiste a darle su sentido a toda la enciclopédica recolección que hace de autores de todas las extracciones intelectuales posibles (desde la literatura hasta la sociología, la física, la neurología, etc.). Su empeño y desvelo tienen un enorme mérito. Y nos provee con una caja de herramientas cargada de sabiduría sosegada y de honestidad con sus propias convicciones en todos los órdenes de la vida. La vida, por delante de todo. Pero dentro de los límites de la naturaleza. Y la justicia y la utopía igualitaria como hilos de conexión entre todas las piezas de este collage. Para los adeptos, además, los ecos de Albert Camus o de René Char, rezumando por las cuatro esquinas. Para muestra, algunos botones:

 

“Lo que la poesía hace incesantemente es aproximar lo lejano, conectar lo desconectado, establecer vínculos que antes no existían. (…) El poeta no es un agente del orden. (…) Crear es descubrir nuevas metáforas.” (p.158)

 

“Hemos follado con diosas (que es lo que son todas y cada una de las mujeres durante un buen coito); y vamos a morir. Ante estos dos datos básicos de la existencia humana (mutatis mutandis para mujeres heterosexuales o varones homosexuales), todo lo demás palidece un poco.

 

Qué hermosa la etimología de follar: viene de la palabra latina follicare, respirar, jadear (derivada de follis, fuelle). De la misma raíz: holgar, holganza, huelga. Y de esta última la variante andaluza juerga.” (p. 388)

 

“Siempre habrá alguien a mi izquierda que me denuncie como derechista.” (p. 394)

 

“¿No convendría reparar en algo así como lo que -tentativamente- podríamos llamar acuerdo consigo mismo y con el cosmos? Esa especie de armonía, ¿no debería pesar mucho más que el aprecio o censura por nuestros méritos e iniciativas que recibamos por parte de la sociedad?

 

¿No deberían considerarse criterios decisivos de éxito o fracaso vital la veracidad con que uno vive su propia vida? ¿El grado en que contribuye a hacer mejor o peor la vida de la gente más cercana? ¿La felicidad subjetiva, el disfrute en la cotidianidad? (…) La pregunta decisiva es, a la postre: qué significa para mí vivir bien.” (p. 634)

 

 

 

Umbrales

Umbrales

La última película de Cesc Gay lleva el irónico título de V.O.S (o sea, Versión Original Subtitulada, supuestamente) y, en consecuencia, desarrolla con mucho humor el rodaje de la misma película que estamos viendo. El bucle que genera es deconcertante por momentos, pero pronto se aprecia que hay dos historias entrelazadas como en una banda de Möebius. El director ha desdibujado a propósito el umbral entre ambas historias, pero esa edulcoración le añade una pizca de buen humor y sorpresa que mantiene activo y crítico al espectador. En el fondo del relato, pues, aparece la historia de un “making off” en el cual un director de cine está rodando una película y podemos distinguir ahí al tropel del equipo técnico de operarios trabajando en esa película, las entretelas de los escenarios y los ensayos de los actores. En ese plano se nos muestran las condiciones de trabajo de todo ese colectivo de jóvenes a la moda alternativa iniciándose en el mundo del cine, sometidos a las órdenes del director y de los productores, casi sin hablar, pero con gestos y guiños sutiles que son todo un poema. En el otro plano de la narración se nos ofrece un drama salpicado de escenas que parecen una parodia de las comedias románticas norteamericanas o de Bollywood, sin dejar de ser verosímiles. Menos mal que cada diez o quince minutos se vuelve al otro lado del telón para darnos el toque de humor y credibilidad que nos incita a relativizar muchos de los problemas que representan los personajes. Éstos son dos hombres y dos mujeres de mediana edad (jóvenes maduritos viviendo en Barcelona) cuyo drama no deja de ser singular, aunque ya manido con frecuencia en las pantallas. Por una parte, una pareja (él, profesor de cine y guionista; ella, promotora de una escuela infantil alternativa) que busca piso, se van a vivir juntos y, al poco tiempo, rompen su relación. Por otra parte, un chico (diseñador de páginas web) y una chica (de familia acomodada, con piso en propiedad o cedido por su familia) que han decidido tener un hijo “en común” pero sin tener una relación amorosa por medio ni vivir juntos, por lo menos hasta el momento en que lo intentan. De nuevo Cesc Gay se ha vuelto a lucir con sus tretas para hacernos comprender el cine y los típicos problemas sentimentales de profesionales acomodados de clase media desde la paradójica mirada de un profesional del cine de la misma condición social, al que no vemos pero que intuimos constantemente. Cine inteligente y sugerente aunque es una pena que no haya tiempo para conocer más detalles de los dramas de las dos parejas retratadas. Una excelente crítica que he leído sobre la película ahonda más en las mismas cuestiones y no escatima halagos para esta amena y recomendable cinta: http://babel36.wordpress.com/2009/07/12/v-o-s-cesc-gay-2009/

 

 

Huellas sonoras

Huellas sonoras

El verano pasa rápido o lánguido, según los momentos. Y no quisiera arrumbar en el trastero de la memoria aquellas músicas que me han conmovido (especialmente las degustadas en vivo). Como siempre, con la intención de que os surtan de pistas y tentaciones por si también os apetece acercaros a su vera. Por una parte, el prolífico Santiago Auserón, bajo su heterónimo de Juan Perro, sigue repartiendo sus zumos mestizos por los escenarios peninsulares. Se hace acompañar de tres músicos cubanos, pero no sólo de son e historias de desamor nos alimenta, sino que flirtea con el blues y el jazz y, por supuesto, sigue fiel al rock and roll y a las letras brillantes, incluso cuando traduce (véanse las magníficas versiones de Las Malas Lenguas, junto a su hermano Luis Auserón). Aunque le sobra la fama, bien merecida, no está de más recordar sus espacios virtuales: www.juanperro.net y www.lahuellasonora.com. Por otras latitudes, este año surgió una buena oportunidad para conocer el festival de Paredes de Coura, en Portugal, muy cerca de la frontera gallega. Aunque temo siempre atragantarme con tantos grupos seguidos en este tipo de eventos, la curiosidad por escuchar a Franz Ferdinand (www.franzferdinand.co.uk) y por hacerlo en medio de un frondoso valle –fluvial, fresco y verde a rabiar-, disipó toda duda. El ambiente era muy “popero” y post-adolescente, pero agradable y distendido, como suele ser habitual. El grupo estelar nos entregó abundantes raciones de temas épicos para bailar sin concesiones, con esa fuerte impronta electrónica que tienen ahora sus temas más pop-rock. Y entre los restantes grupos del día y de la noche, destacaría solamente a The Temper Trap (www.thetempertrap.net), unos australianos con melodías contundentes y un excelente vocalista que nos dieron la bienvenida por la tarde, a pesar de que merecían un lugar más elevado en el cartel del festival. En todo caso, quedan ahí los rastros para las mentes inquietas y nómadas que pobláis estos parajes.

 

 

 

En los labios del agua

En los labios del agua

 

“La noche que guardas en la mano, la noche que abres para acariciarme, me cubre como un manto navegable.

 

Voy hacia ti, lentamente. En la noche, el brillo de tus ojos me conduce. Veo tu rostro en ese sueño. Veo tu sonrisa. Me dices algo que no entiendo. Te ríes. Entonces me lo explicas con las manos, tocándome. Dibujas tu nombre en mi vientre, como un tatuaje, con letras por ti inventadas, que son caricias. Voy hacia ti, con infinita paciencia, como si un inmenso mar entero fuera la medida de este viaje. Voy de la orilla de mi cuerpo al tuyo. Tu sonrisa es mi viento favorable.

 

La noche en el hueco de tus manos canta como el mar, con furia. Llenas mi espalda con las huellas de un oleaje que entra suave y arañando se retira.”

 

Alberto Ruy Sánchez, En los labios del agua

 

 

Así comienza esta evocadora novela que da vueltas, una y otra vez, sobre el lenguaje del deseo. Con un estilo poético y erótico. Con unos personajes a los que sólo los sueños y la ficción dan sentido. Más allá del viaje apasionado de su narrador, el relato interroga al lector: ¿podrías tú también pertenecer a la casta de Los Sonámbulos, a esa estirpe secreta de quienes se reconocen en la fuerza de su mirada, en su pasión vital? Inténtalo, explora a tus semejantes, ama con delicadeza las complicidades. Confía en las historias amorosas de quienes cultivan la caligrafía árabe. Sumérgete en los oasis que sólo albergan a los animales pacientes. “El amor es un pájaro rebelde.”

 

“Soñé que me acercaba lentamente a tu boca, venía probándote desde la nuca. Mis labios iban rozando apenas tu piel, los vellos más delgados del cuello, los lóbulos, las mejillas. Y cuando girabas de golpe para atrapar mi boca con la tuya, mordías sólo mi labio de arriba mientras el otro llegaba hasta tu mandíbula. Me ofrecías todos los ángulos pronunciados de tu cara. Me dabas a comer tus pómulos, luego tu barbilla. Entonces decidías mojarme la cara, poco a poco, con la lengua. Mojabas y secabas con la piel de tus mejillas; una y otra vez hacías lo mismo. Luego te apoderaste también de los párpados. Me hacías mirar la humedad de tu boca sobre mis ojos cerrados. Cuando menos me daba cuenta habías pasado de acariciar con tu lengua en círculos mis ojos a hacer lo mismo con mis testículos. Dibujabas de nuevo con la punta de la lengua, a través de la piel, todos mis círculos. Y otra vez me hacías mirar y admirar de placer la humedad sin verla. Todo mi cuerpo era un eco de círculos concéntricos alrededor de tu boca. Yo era una espiral movida por tu lengua.”

 

Aziz Al Gazali, El sueño de los cuatro círculos

 

 

 

Patada en el estómago

Patada en el estómago

 

La 6ª Muestra de Cine de Lavapiés, completamente autogestionada por gentes muy voluntariosas y que ofrece interesantes proyecciones gratis para cualquiera que se acerque por El Solar okupado o por algunos de los otros locales colaboradores del barrio, nos ha regalado este año, entre otras, una cinta que a mí me había pasado desapercibida: Linha de Passe (Walter Salles y Daniela Thomas, 2008). Por un lado, me maravilló todo el lirismo de las imágenes de una ciudad al alba o al crepúsculo, o planeando por las indefinidas favelas acumuladas en las colinas de São Paulo (por cierto, en este pasado curso una alumna brasileña nos mostró en clase una imagen de uno de esos barrios y nos solicitó nuestro análisis crítico... nadie observó nada raro hasta que ella nos señaló que la imagen estaba al revés...). Por otro lado, la interpretación de los cinco personajes centrales es verídica, realista y dramática desde el primer segundo. Cada uno de los cuatro hijos de una madre soltera y pobre que limpia en casa de una familia adinerada, va trazando sus complicadas vicisitudes por sobrevivir en una ciudad donde parten de cero o, como en el caso del dotado aspirante a futbolista, donde la competencia es feroz y siempre hay mediadores aprovechados de las miserias ajenas. El más pequeño de los chavales emprenderá la temeridad de conducir un autobús, quizás buscando la quimera de su padre desconocido. Uno de los hermanos estará tentado de pasar la línea entre su trabajo como mensajero en una moto que nunca acaba de pagar, y el robo de bolsos en los coches aparcados en los semáforos. Y otro se debate continuamente entre las parábolas evangélicas siempre fallidas y su diletante conciencia y tentaciones. Lo mejor de la película es que no es un simple retrato de la pobreza ni un discurso moralista con un final preconcebido: se trata, más bien, de una minuciosa indagación sobre los terribles momentos de bifurcación a los que se enfrentan personas que viven en la pobreza urbana, sumergidos en la invisibilidad y en una violencia económica que les trufa de obstáculos todas sus acciones. El final queda muy abierto, pero no impide sumirte en una angustiosa tristeza y en la rabia indignada. Lo peor de todo ello es la convicción que te arroba desde el primer momento: millones de personas más en decenas de megalópolis se hallan en esas tesituras cada día. Una auténtica patada en el estómago.

 

 

 

Siempre fiesta

Siempre fiesta

 

Y a veces toca ir al teatro. En este caso gracias a Diagonal y a la sala Cuarta Pared, por su generosa invitación y complicidad. La obra: Siempre fiesta (Javier Yagüe, 2009). Como dice el prospecto de presentación, “Siempre fiesta habla de cosas engorrosas, inconvenientes, antipáticas e incorrectas”. Y su mejor aliciente es que no te deja indiferente, te provoca y, además, te hace reír con ganas y motivo. La representación arranca con un narrador que narra con gracia y que se va metiendo continuamente en las escenas, como quien no quiere la cosa. El resto de actores lo van integrando con naturalidad en sus diatribas, como si no estuviera allí, o como si estuviera y les fuera útil en ciertas ocasiones. De hecho, el narrador se presenta como actor en potencia, es decir, como actor en los ratos libres que le deja su ocupación habitual de camarero, esa que desearía únicamente transitoria, como tantos otros dedicados a la farándula. Las escenas son una permutación con ligeras variaciones en torno a una cena de navidad en familia. Lo curioso es que después de la segunda o tercera repetición todavía siguen sorprendiéndote las caricaturas que hace cada personaje de sí mismo, las pintaditas que van haciendo en los muros o la desidia de fondo que la propia redundancia acentúa. La familia es, para más añadidura, una pintoresca empresa familiar de fabricación de puertas que cena tras cena va asistiendo a los repartos de dividendos, a los despidos de sus trabajadores, a la conversión en empresa comercializadora de puertas chinas y a un continuo murmullo de revueltas en la calle. Pero no la voy a destripar más pues tan sólo pretendo recomendar esta esta estupenda y ácida comedia, por si aún está vigente en Madrid o en algún otro lugar.

 

 

Rock a raudales

Rock a raudales

 

Estamos al borde del solsticio vernal, quedan muy pocos días para la noche más corta en nuestro hemisferio. La Ría de Vigo te golpea las pupilas con una placidez anaranjada brutalmente hermosa, con esas grúas y torres perfilándose en primer plano sobre el horizonte. Son casi las once de la noche pero el crepúsculo se demora tan lánguidamente que hipnotiza, dan ganas de quedarse ahí petrificado. Me imagino cómo deben ser esos días eternos en el ártico boreal. Pero me apresuro a la Fábrica de Chocolate porque esta noche tienen vez Vindaloo Rockets (www.myspace.com/vindaloorockets) y The Soul Jacket (www.myspace.com/thesouljacket). El crisol local de gentes inquietas con la música sigue dando frutos sorprendentes. Los primeros no dieron ni un segundo de respiro entre canción y canción. Temas de una intensidad acelerada que arrobaba el pasmo. Letras melancólicas en inglés que se sumergían desapercibidas en esos acordes punk-rock que no dejaban títere con cabeza. Suele ocurrir que al primer grupo, al supuesto telonero, el público lo observa con afán de entomólogo, sin atreverse a declarar su amor por el baile y el trance. Suele ser para calentar los huesos, la noche es larga, cuesta ir sacándose la camisa de fuerza de una semana de costumbres. Cuando subieron a escena los protagonistas, The Soul Jacket, ya tenían a su disposición una audiencia feliz y entregada. Toño, el cantante, regalaba el portento de su voz negra y todo su cuerpo vibrando en cada estrofa. Sus letras, también en inglés, proclamaban un optimismo amoroso y un ardor emocional que combinaba armoniosamente con la fuerza prodigiosa de los instrumentos. Saltos desde evocaciones de Led Zeppelin y Janis Joplin al funk de James Brown, todo sonaba deliciosamente. En el descanso me preguntaba qué habría sido de otras decenas de grupos vigueses cuya vida fue tan efímera (Canon, entre los que recuerdo de este estilo) y cómo es posible que siga floreciendo esta cantera tan prolífica año tras año. Quizás porque en esta ciudad ocurren cosas insólitas como esas recientes nueve jornadas de huelga del sector del metal tomando las calles, sublevando el inconformismo, cercando a la policía. O porque este mar apresado y su puerto a resguardo proporcionan un espacio vitelino de proximidad y universalidad donde no es difícil tejer las complicidades. En todo caso, unas buenas dosis de rock’n’roll como éstas acercan tu cuerpo a tu espíritu y viajas dulcemente por el tiempo y por la noche que apenas te inunda.