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Verano en Berlín

Verano en Berlín

La formidable película dirigida por Andreas Dresen, Verano en Berlín (2005), resulta más verosímil si la ves en verano, en un verano caluroso, repleto de tiempos lentos, nunca muertos del todo. Pero que nadie se llame a engaño. Lo de menos es el verano. Lo que importa es la ternura, la vida pesada como una barra de acero que a veces se deja moldear, la sensación de que el tren pasa siempre a la misma hora. Los diálogos son tan sencillamente irónicos que te inundan de interrogantes: ¿cómo salir de los nudos en los que la amistad es puesta en entredicho? ¿qué deseas de una pareja y a qué estás dispuesto para tenerla cerca? ¿qué es la humanidad?

 

Cuando vi la cartelera pensé: “hummm, otra película sobre la vida cotidiana, puede ser interesante”. La mejor actitud desprevenida para que los impactos emocionales te golpeen por la derecha y por la izquierda, directamente al estómago, con un amago de gancho. Katrin (Inka Friedrich) busca trabajo, malvive con los que va encontrando, se deja caer en el alcohol, se deja salir del alcohol, tiene un hijo casi adolescente y casi enamorado (Max: Vincent Redetzki) que es su mejor raíz a este mundo, aunque sea sólo un lastre más para los empresarios que podrían contratar a una mujer de cuarenta años. Nike (Nadja Uhl) regala su trabajo cuidando a ancianos en sus domicilios, y lo regala porque les lee libros, les escucha su música, les acompaña con la misma ternura y convicción que espera recibir ella cuando envejezca. Y cuanto más se excede de su horario laboral, más reprimendas tendrá de sus jefes. Ambas son amigas, se quieren, tal vez se desean, y ambas desean a algunos hombres, a veces al mismo hombre, aunque casi ninguno da la talla. El balcón de Nike en un viejo edificio de Berlín Este es su atalaya contemplativa. Otros edificios simples, otros hombres simples, sus propias vidas llenas de complicaciones. Katrin pinta cuadros de esos edificios e intenta, sin éxito, vender uno para poder comprarle unas zapatillas de correr a Max. Max corre detrás de una niña que sale todos los días a correr ciudad arriba, ciudad abajo, para suplicio de ese niño que nunca la alcanzará. Ni siquiera invitándola a su atalaya particular, una buhardilla con viejos sofás y una azotea desde donde vuelven a verse edificios simples, sentimientos desnudos, el cielo diáfano.

 

Podría parecer una película bodegón, un realismo descarnado con unas gotas de atardeceres naranjas, noches de luna amarillenta, unas melodías aflamencadas, bicicletas, perros, cervezas, girasoles. O la vida complicada de dos mujeres que comparten su soledad con tres pisos, y muchos deseos, por medio. Pero no hay una sola escena que te deje indiferente. La vida está llena de perplejidades, de personas con necesidades vitales y necesidades de otras personas, y no puedes pasar por ella sin decidir, o decidiendo quedarte al margen. Te puedes hacer adicto al alcohol, a un ideal de hombre protector o, como le ocurre al camionero de alfombras (Ronald: Andreas Schmidt), a un modo de vida que se columpia sobre las debilidades de los demás. Quien ayuda, también necesita ayuda. No es necesario ser profesional, es más, la película muestra a más de un profesional con todas sus arbitrariedades. Las adicciones, como las contradicciones, son objeto de nuestra filosofía necesaria, debemos tener una caja de herramientas preparada en el armario. Como he leído en un comentario de otro espectador/a: “parece un grito para mujeres, abrid los ojos y aprended a quereos a vosotras mismas porque los cuentos de hadas no existen y, si existen, terminan irremediablemente”. Un grito, quererse, cuentos: lo cotidiano es siempre una amalgama de todo eso, de estaciones que se nos van pasando. Ni siquiera el conductor del tren viaja sobre seguro.

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