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ateo poeta

 

Estalla una central nuclear.

 

Y necesito un verso en blanco

entre líneas. O dos.

 

Porque ya ha sucedido más veces.

Tiñéndolo todo de vacío

hasta que las vetas de la memoria

piden un riego

menos doloroso.

Nadie quiere recordar

las certezas de los ingenieros,

la seguridad del hormigón,

la firmeza de los dirigentes.

Nuestra blanca, vacía y silenciosa

resignación. O muy pocos,

con sus humildes banderas y lúcidas

clemencias

frente a la intemperie astral.

 

Estamos tan anegados por la

hora punta,

por el desierto que avanza imparable

hasta nuestras orillas,

por el hielo

indiferente de la retórica,

que se propagan ásperas las ruinas

y tiemblan los territorios

de las almas cándidas.

 

Cristalizará nuestro polvo cósmico cual

intocables diamantes

y se disiparán como incienso

las filosóficas vanidades

de quienes no servimos más -vencidos al fin,

acordes pasajeros de la atmósfera-

que para sustento

de las bacterias soberanas.

 

Irreversibles hoy.

El tiempo nos huye.

Nos huye

la belleza esquiva como las notas

de azahar que emana

el sexo de los naranjos. Quién puede

certificar ese resto,

la eternidad de ese obsequio.

 

Allí, en aquel desgastado lugar donde

se erigía el mórbido monumento,

nadie pronunciará nunca más

la palabra lugar,

el concepto lugar:

sólo habrá historia (infausta, ni épica

siquiera) y quién arrojará las flores luctuosas.

 

Aquí, arropado por el velo

de la mujer que amo cada alborada,

hermético,

incólume,

recorriendo en mi piragua los remansos

y rápidos en los que

pescará plácido mi amigo,

anhelando el aire íntegro y dulce

de abril,

comprendo todo con

meridiana claridad.

Comprendo y lamento

 

esa épica vana, el lodo de nuestros

pies, el repelente humo imperial,

la invisible agonía de quienes

perecerán como

versos sueltos,

a pecho descubierto,

fugaces como el simple cálculo

de remotas

urgencias.

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