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ateo poeta

 

En el restaurante de Tirso

ya no había mucho

donde escoger del menú

pues pasaban de las cuatro.

 

En cambio, la clientela

era de lo más extravagante

y se ofrecía grácil

a las miradas ajenas

no menos partícipes

de la misma actuación.

 

A mi espalda una pareja

interracial de dos obreros

de la construcción

ingerían de postre

dos copazos por barba

en vaso de tubo

y en el más absoluto

silencio.

 

A su espalda

un grupo de ancianos

bien nativos

fruncían el ceño

y discutían con ardor,

como si les fuera una guerra

o la herencia en ello,

por las reglas a observar

en la partida de cartas.

 

Enfrente de mí una joven

delgadísima

y con un pelo

blanco oxigenado

introducía rítmicas

y eficaces

cucharadas de papilla

en la boca dócil

de su criatura casi invisible

por lo envuelta que estaba

en un traje de buzo.

 

Las dos máquinas

tragaperras que presidían

el recinto no cesaban

de complacer

las demandas de fortuna

de sus amantes fieles,

con los rostros ajados

pero en trance

de sus legítimas

quimeras,

mientras llenaban

con monedas

el vientre de lámparas

fluorescentes

entre sorbo y sorbo

del café con leche

y del coñac

con dos hielos.

 

De mí pensarían,

seguramente,

que un tipo melancólico

y que mantiene abierto

un libro grueso

mientras pela las gambas

de la paella,

no puede estar

en su sano juicio.

 

 

Fotografía: Kurt Hotton

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