Buñuelos y Rosas (un cuento de Polikárpov)
No pasamos juntos más que unas pocas tardes. Algunos besos a destiempo y nada más. Después distancia, años, silencio. Sin embargo, desde los remotos mundos que habitamos, mandábamos a veces una carta.
Cambiamos de ciudades, de dirección, de casas, casi de vida. Cambiamos nosotros, las líneas de nuestro cuerpo, la forma de mirar el mundo o nuestra propia voz. Pero nunca rompimos el invisible hilo de las palabra. De vez en cuando, de año en año, tú seguías escribiéndome. Pocas veces nos vimos, siempre en lugares casuales, nunca solos. Quiero pensar que aplazamos el momento de volver a tocarnos, creo que por timidez más que por el temor de descubrir que ya éramos de verdad otros.
Nuestra cultura nos enseña a esperar, aplazar, dejar para el futuro, creer que el tiempo es una línea larga y recta. Tarde descubrimos que ese aprendizaje es la forma más perfecta de aniquilación. Eso pensé aquella madrugada en la que nos vimos en la calle Libertad. Nos echaron del bar y no encontramos ninguno más abierto. Madrid también ha cambiado. Me llevaste a tu casa. Ni siquiera al entrar encendiste la luz.
La oscuridad, cuando apenas faltan dos horas para el amanecer se puede comer, dicen que es alimento de fieras y alimañas, también de aquellos que han descubierto que comer, la risa, los cuerpos, el agua, el bosque, una ciudad, son las únicas patrias que nos hacen humanos. Sobre todo la risa y la sonrisa en la oscuridad de esa madrugada primera y de otras muchas. No puedo decir que me guste cocinar, no puedo decir que me guste escribir o amar. Gustar no es la palabra. Cocinar, escribir, leer, amar, son la cultura, la humanidad entera en cuatro palabras. Y son mi vida.
Esa era también tu especialidad, pasar a palabras las mil formas que los hombres y las mujeres han adoptado para vencer al paisaje o mecerse en él. Cansada de la llamada antropología urbana estudiabas desde hacía veinte años la íntima relación entre la humanidad y las plantas: etnobotánica llaman a esa extraña ciencia. Venga antropóloga lista, ¿cómo nombrar en dos palabras lo que tiene de cultura nuestra cocina?. Y tú, en un segundo, encuentras dos palabras, igual que has encontrado en dos minutos la forma de volverme loco. Dos palabras sólo para definir lo que tiene de cultura la cocina sin caer en Marvin Harris o Levy-Strauss. Aceite caliente. Me susurras al oído. Ahí está entera nuestra civilización en una sartén de aceite de oliva caliente a la espera de freír cualquier vianda. Esa fue mi tesis doctoral.
Habías pasado muchos años lejos, en selvas llenas de bichos y de barro, herborizando lianas y probando brebajes y elixires inmundos. Cada día descubría en tu piel nuevas cicatrices, señales por las que nunca me atreví a preguntar. Sin embargo tu cuerpo seguía teniendo esa apetecible delgadez, dureza, color de adolescente sana y cuidadosa. Aceite de oliva caliente.
Yo por el contrario trabajaba en un despacho, aplicando la antropología al consumo, el marketing, la publicidad. Visitaba los hogares de extraños que se prestaban a ello cámara y cuaderno de notas en ristre como si estuviera viviendo entre pigmeos o yanomamis. Analizaba el orden de sus neveras, la disposición y uso de la cocina, la casa o la forma de hacer la compra en el súper con los ojos alucinados y llenos de prejuicios de esos antropólogos locos que cogieron la malaria, una diarrea o unas buenas purgaciones en los Mares del Sur o el Amazonas. Microondas y plástico<, esas hubieran sido mis dos palabras para definir nuestra cultura hasta que tú apareciste.
Yo no traje nada de mi vida a tu casa y tú ni siquiera abriste las cajas que guardaban la tuya recién llegada a la ciudad. Cocinábamos despacio, como viejos amantes jubilados que han aprendido a dejar el deseo para el postre, pero comíamos el postre como niños glotones y golosos. ¿Qué somos sino aceite caliente? Olivares, aceituneros altivos, almazara, fritura de pescado, buñuelos, churros. Se notaba que hacía mucho tiempo que no pisabas esta tierra. Pero yo no era quién para nombrar la verdad.
Te gustaba que te hiciera rosas o buñuelos para desayunar. Aceite caliente.
Es un placer volar rápido por el cielo con la palanca del gas a tope o tirarse en bicicleta por la larga cuesta que baja de Yuste sin parar de dar pedales hasta que llega ese punto en el que el viento te impide ir más y más deprisa. Pero es un placer cocinar y amar muy despacio cuando han pasado veinte años del último beso. Metes tu dedo en el aceite y me das a chuparlo. A eso saben cinco mil años de cocina. Pero a mí no me sabe tan antiguo, sólo a presente, a pasear entre los olivos y asustar a los zorzales que se preparan ya para viajar a Siberia, sentir el tacto de tu mano, besar tus cicatrices de niña de la selva, abrir con cuidado tus álbumes de plantas y escuchar cómo era el lugar donde las recogiste, qué poder esconde su savia o desde cuándo el hombre descubrió sus secretos.
No sé cuándo te irás. Solo sé que te gustan los churros y las rosas de sartén que te hago en el aceite caliente y espero que te engorden un poco como engordan los pequeños malvices antes de cruzar volando toda Europa. Tú cruzarás el Atlántico y te perderás otra vez en el corazón de las tinieblas, en esa floresta peligrosa de la que arrancas sus secretos a cambio de que ella te arranque a ti también jirones de piel y te muerda. Y te pierda.
Pero no pienso en volver al trabajo o a tu ausencia. Ahora estás aquí y sólo somos aceite caliente en donde hago filigranas con la masa de los buñuelos y sumerjo el hierro extraño empapado en la masa líquida que por arte de magia se convierte en una rosa crujiente. Me miras siempre en silencio cuando hago la masa de los buñuelos. Es muy fácil, te digo, mitad de agua y de leche templada, un pellizco de sal y luego sólo hay que ir echando la harina en el pequeño puchero de barro con el agujerito al lado. Echar harina y remover para que no se hagan grumos hasta que la masa esté a la vez pastosa y líquida. Sólo entonces añadimos media cucharadita de bicarbonato y seguimos removiendo hasta que el aceite está caliente y humea. Inclinas con cuidado el puchero y sale por el agujero una cuerda fina de masa líquida que se cuaja al instante al caer en el aceite. Formamos pequeñas roscas concéntricas en la sartén que cuando están doradas por un lado damos la vuelta y sacamos después, en pocos minutos, a un plato en donde tú las decoras con hilo fino de miel que dejas caer desde lo alto. Los haré a donde vaya y me acordaré siempre de tu sabor cuando me meta un pedazo de buñuelo con miel en la boca.
La masa de las rosas es un poco más difícil. El hierro parece un extraño y antiguo instrumento de tortura, algún invento maléfico para marcar a fuego a los proscritos. Pero es hierro de paz. Sólo sirve para dar forma a la masa frita de las rosas. Se hace también una masa semilíquida con dos huevos, leche, un chorrito de anís, una pizca de flor de vainilla machacada y poco menos de doscientos gramos de harina. Cuando la masa está fina y sin grumos, fluida pero no líquida, sumergimos el hierro que ya estaba en el puchero de aceite en la masa y volvemos a sumergirlo en el aceite. Nace al instante la rosa que se separa del utensilio y navega sola por el burbujeo hirviente. Cuando están apenas doradas las sacamos sobre un papel absorbente y sólo en el momento justo de comerlas las rocías con miel. Miel salvaje, ganadería de los insectos. Dices. Y seguro que las rosas son un invento de algún árabe listo del año setecientos. Seguro. Y después muchas generaciones hasta llegar aquí, a tus labios y a mis manos. No te digo el secreto. Tampoco te cuento mi decisión. Más adelante sabrás que me voy contigo a la selva a perseguir plantas sagradas y beber juntos zumo de liana. No me importan las escolopendras blancas, ni las víboras, ni los jejenes, ni las rayas o las pirañas de los igarapés. Me fascinaron de niño Quiroga y Kipling, sé cazar y pescar, pero, sobre todo sé hacer buñuelos y rosas de sartén. Hacer dulces sobre el aceite caliente y secreto de tu cuerpo.
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