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ateo poeta

Sendas interiores

Sendas interiores

 

Allá en el noroeste,

por la senda interior

 

 

¿Eres jardín que llega desde el mar?

¿Eres la luz del mar que llega hasta el jardín?

¿Quién eres o qué eres?

Acaso ese aroma enfermizo

de eucaliptos

que hierve al sol y la humedad corrompe,

aroma en que el pulmón de la floresta

se inflama, y nos parece que respira

en los colores antes nunca vistos

de las hortensias.

 

Sensación de sentir una llamada

junto a las barcas muertas,

en el granito que en el cementerio

muerde los rostros de los que se fueron.

Zurea una paloma,

nos abre

a la felicidad, la tarde,

cae,

va invadiendo despacio

el musgo

de las escalinatas

de los embarcaderos,

las negruzcas pizarras de los muros,

y se retira el mar en busca de la mar

(como yo de mí mismo).

¡Si contra este ardor llegase ahora

la lluvia verde, el murmullo verde

de la espesura, la hora

del trueno y de la lágrima,

esa que brilla y nunca cae del ojo!

 

No era fácil seguir por el sendero

que el río embriagaba con su música

y que el valle agreste

cegaba en sus umbrías.

Aunque alguien nos dijo que al final

de aquel sendero en llamas

podía haber un monasterio en ruinas

ahogado por zarzales.

(Desde él podríamos ver más inmensa esta mar

y mucho más sembrada de relámpagos.)

Me llamaba el sendero,

pero yo no seguí su llamada

porque acaso podría llevarme a un extravío

doble, interminable.

Me quedé aquí: junto a la piedra muerta,

junto al aroma muerto

que sepultan castaños,

en el límite de las praderas,

donde el jardín difunde

(laberintos de boj, estanques de agua muerta)

la imagen de las almas.

Yo buscaba un camino a lo largo del día

sin saber que el camino no existía,

pues el camino estaba

en mi interior.

Quieto ahora, acallado,

pruebo a seguir (en mí) ese camino

mientras no sé si esta noche muda

desciende temblorosa

o asciende cual marea que respira

la música callada de las piedras,

piedras que ya no son escalinatas

tras de las verjas frías.

 

Del pazo van llegando voces muertas.

Detrás de una ventana se ha encendido

una luz muy morada.

Sentirse suspendido

en aire verdinegro.

Miro a mis manos:

se han tornado cárdenas.

No sé si mi cabeza

es de humo o de mármol.

 

Flotan ojos de oro en aguas negras.

 

Todo tiende a lo negro.

Hasta el aroma de los eucaliptos

se condensa en lo oscuro

como fósforo negro.

 

Sin embargo, parece que el camino

que sigo hacia dentro de mí mismo

va derecho a la luz.

Abismándome en él me iré librando

de cada extravío,

y ese alguien o algo que buscaba

por los montes en llamas

tiernamente me entrega en la quietud

(en el vacío lleno)

cada respuesta, disuelve mis dudas

con sus revelaciones

de silencio.

 

De repente, la noche es un piedra

de luz

que estalla entre mis manos.

 

 

Junto al muro

 

Vuelve tu rostro hacia el muro, cierra

los ojos y los labios: sólo escucha.

¿Es que no oyes la música que sana?

¿Está dentro de ti y no la sientes?

¿No sientes cómo te arrastra y te deshace

ideas y pasiones: tus heridas?

No es ella un palpitar de sangre, no es

la música que tiembla por tus nervios,

la música que suena por las venas,

el son del corazón bajo una mano.

 

Se trata de una música que arde

sin consumirse, que por siempre embriaga;

se trata de una música que suena

para aquel que no escucha, que le habla

a quien no habla y que muy dulcemente

le abre los ojos para siempre a aquel

que los tiene cerrados a la luz

porque se abisma en busca de otra luz.

Recógete, respira, pon las manos

y la frente encima de la piedra

y escucha el silencio, y escúchate.

¿No vas sintiendo suavemente cómo

es música secreta la que suena

fuera de ti, estando tan en ti?

 

Tu música y la música del mundo

son una sola música, pero hay

que arder para encenderla en tu interior,

que ser llama que escucha el vendaval.

Es música que enciende en plenitud

por siempre al que en su noche persevera.

Está dentro de ti: si das con ella

misteriosa resuena, ignota salva,

oscura te ilumina y te transforma

mientras que tú persigues cada día

músicas que jamás serán la música,

que al seguirlas te pierdes, no las oyes

aunque creas que oyes, y no saben,

aunque crean que saben, tus palabras.

 

Vuelve tu rostro hacia el muro, cierra

los ojos y los labios: sólo escucha.

¿Es que no oyes la música que sana?

Se trata de una música que está

dormida en tu interior, mas que despierta

con el silencio y arde muy adentro.

Si la oyeras, al fin conocerías

la alegría: el goce de ser llama.

 

Oirías el sonido de la luz.

 

 

Antonio Colinas, Desiertos de la luz

 

 

 

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