Esta noche soldados israelíes han matado a unas quince
personas que navegaban con víveres rumbo a Gaza.
Nadie puede negar el valor poético de la redundancia, así que
insisto: Esta noche soldados israelíes han matado a unas quince
personas que navegaban con víveres rumbo a Gaza.
No deja de dar vueltas en mi cabeza. Quiere anular todo mi
éxtasis. Nuestro esplendor sexual en el corazón de la tarde. El anís,
la luz a chorros inundando la alcoba, nuestros cuerpos ligeros como
gacelas deslizándose entre enjambres floridos.
Y no puede. No puedo dejar que pueda. Cada cual tiene su poder,
bien lo sabían quienes embarcaban rumbo a esa cortina de
silencio y formol que nos adormece y nos fulmina entre los
algodones de nuestra comodidad.
¿Debo estar triste o sólo ser realista? La política tiene sus muertos,
entra dentro de los cálculos. Son carne de una estructura contable parecida a
los hurtos en los grandes almacenes. Cada cuerpo enamorado o
triste, deudor de facturas o acreedor de esperanza, en tierra firme o
con un rayo de dignidad en su cerebro flotante,
vale menos de lo que vale su soplo de vida. No hay más atmósfera
que ésta.
Ese silencio. Esa mordaza. Nuestras noches locas, la poesía entre
bambalinas y recitales asépticos para jóvenes consumistas. Matar
sí que es un acto ilocutorio. Una muerte de toda palabra con las
palabras más falsas, las artimañas del terror, la doble lengua
de quien empuña la piedra y multiplica el dolor. Más silencio.
Me imagino la brisa fría de la noche y el tronar de los helicópteros
en aguas internacionales. No puedo quitármelos de la cabeza.
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