Aunque el Rastro
ya no es lo que era
-te espeta ufano
cualquier gato de pro-
sigue concitando mi fascinación
y melancolía.
Ahora que su murmullo
asciende por mi balcón
cada mañana
dominical,
he pasado a formar parte
de sus alhajas
y marroquinería, de sus tinglados
y encurtidos,
de sus rostros
a tientas
y de los enseres
de segunda mano.
Me despiertan los primeros
hierros encajados,
los primeros sorbos
de cafés humeantes,
los turistas
madrugadores
sin resaca.
El caudal de cuerpos
se inflama
y arrastra la palabra
del mercado
por las aceras y calzadas
que se desdibujan.
Es tanto el barullo
que hay roces
y ósculos invisibles,
velos,
músicos apostados,
marcos vacíos.
Fisgones
y carteristas
que hacen su agosto.
Antiguallas
y libros amarillentos,
herramientas a la deriva,
inciensos,
oportunidades
que se aprovechan
de la aglomeración
y de la periferia.
Fotografía
pintoresca, inspecciones
policiales,
orfebres
del vivir a salto
de mata.
Se exalta el mediodía,
se ingiere el aperitivo,
se recogen
los bártulos y declina
el fervor
de la masa transeúnte.
Regresa el silencio
a mi estancia,
la anunciada rutina,
el personaje
que habita
una ciudad inasible.
No hay otro tiempo,
sólo este dulce
desorden.
Comprender la luz
y sus sedimentos.
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