Su lengua sabía
a jengibre.
No pude quitarme
de la cabeza
a las hormigas escalando
por mi espalda.
Cualquier aceleración
del movimiento
implicaba un río
de sudoraciones.
¿Cuántas veces podré
decir ’te quiero’
sin morir de sobredosis
de amor?
Alguien me tendía
los brazos al cuello
y no comprendí
su idioma.
Pero todos bailaban
sin preocupaciones
aparentes.
¿Habrán aceptado
su destino?
¿Es esa su religión?
Incluso desnudos
sé que siempre estamos
al borde
de la impotencia.
Las señales de tráfico
son muy absurdas
en las situaciones
aumentativas.
La mujer rubia
y la mujer de ojos
rasgados
ascienden rápido
a la cumbre.
Una antología
de caderas.
Me acordé de ti
al masticar
las onzas de chocolate
que quedaron en la cocina.
Debes estar
en una góndola.
¿Cuántas pedaladas
se necesitan
para tomar impulso?
Todo podría rodar
con menos gasto
energético, con menos
conflictos
lamentables.
Tú me entiendes
porque no riegas
las orquídeas casi.
Yo no prefiero
los cactus sino
alguna perspectiva
visual.
En el mar negro
los peces vuelven
a su trabajo.
Ella sabía a agua
alimonada, a lactante
sin prescripción
médica.
Su boca tibia.
Lo que nunca
pronunció.
Me dijo que todo
su cuerpo sí,
pero que censurase
su rostro.
Las fotografías
eróticas
pueden caer
en manos perniciosas.
Nunca nos besábamos
después del cine.
Fuimos al parque
a beber soja
malteada por diez
dólares.
Con los borrachos
y los solitarios.
Pensé en tus
pezones
sonriendo.
¿En qué manos
yacerán ahora?
Se necesitan reflejos
para mantener
el equilibrio.
Debo dormir
más horas y más
profundamente.
La brusquedad
del barco
me marea.
Hay más mujeres
insólitas que saben
amar y leen
el periódico.
Tú ya no me escribes
con tus dientes
ni me arañas.
Ese triste y antiguo
silencio.
Pero tu azul
sigue en vela
enfrente de mí.
Ningún náufrago
desea la huida.
Solo aplacar
el exceso
de horizonte.
Ni llegar
satura
el sentido.
Mis hermanos
están lejos
y tu luz me abrasa
en la garganta.
Ya he pagado
muchos peajes.
La levedad del ser
no es materia
metafísica.
Ella permanece
volátil y galopa
y apuesto
a que mi hombro
le sirvió a su causa.
¿Por qué emergía
tan violentamente
verdadera?
Ilustración: Sayaka Maruyama
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