Salimos a cenar
a un restaurante egipcio
(al que dudo que vuelva
después de ver la factura).
Mis acompañantes
se enfrascan en discutir
sobre política internacional
con una pasión
que me hace brillar los ojos.
Que si la democracia
o la dictadura.
Que si se vota con dinero,
que si reyes y generales,
que si recursos estratégicos
para las grandes potencias.
Parece una competición
a ver quién ha digerido
más noticias
en las últimas semanas.
Dicen “poder”
y “derecho a resistir”,
“capitalismo” y
“falsa armonía” con tanta
naturalidad
que me quedo fascinado
por su elocuencia
(y no son profesionales
del ramo, por si cabía
alguna duda).
Sin embargo, no hay un solo
argumento
con el que pueda disentir
o al que mostrar
mi más rotunda
adhesión.
Más que la racionalidad,
se nota que les excita
jugar a las tertulias,
con su controlada
vehemencia
y no menores dosis
de seducción.
Podrán equivocarse,
pero yo disfruto
con la amistad
de esos rostros bellos
que se preocupan
por el mundo
en lugar de tantos otros
que se ahogan
en las naderías
del conformismo
para ocultar, en el fondo,
una existencia
miserable.
Opinar,
tomar partido,
afinar el juicio
crítico
son materias
tan esenciales
como deleitarse
con las más sensibles
manifestaciones
artísticas.
Renunciar a ello
es exponerse
a ser carne de cañón
o cómplice
de las más variopintas
carnicerías.
La deliberación política
poco tiene que ver
con un zafio
proselitismo
o con la cínica
indiferencia
con piel de cordero
que tanto me repugnan.
Pero no es plan
de pontificar
a cada rato.
Habitualmente
confío en el espíritu
insumiso
de la gente
y me place
la escucha,
participar al ritmo
de la conversación,
conocer
los distintos
puntos de vista.
Es el territorio
de la palabra
tan solo,
pero tan relevante
para entender
e implicarse
en la acción,
que no se debería
desdeñar
a la ligera.
Y como esto
ya ha dejado
de parecerse
a un poema
al uso,
mejor me voy
con la música
a otra parte.
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