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ateo poeta

 

Mi país posee un gran atractivo turístico.

¡Alabado, sí, bendito sea!

 

¿Quién no ha visitado la Sagrada Familia en Barcelona?

Gente de segunda clase. ¡Herejes!

 

El catalán y otras diferencias intramuros confundirían

al más cuerdo diplomático de las Naciones Unidas.

 

Mi país contiene países y rincones hasta el infinito

de tal modo que apenas despuntan

bajo el fulgor dorado del sol y playa

hasta enrojecer.

 

Por no hablar de los trapos sucios que lavamos

en el patio trasero de la política. Guerras sucias

y comisiones. Pero más blanco que nadie,

oiga.

 

Mi país ha batido plusmarcas mundiales, dicen.

 

Y vende paella y dieta mediterránea. Amén

de otros iconos populares.

 

Nada que objetar, salvo lo tedioso que me resulta

tanto humo identitario (por no mencionar

los desbocados fanatismos).

 

Y ha producido genios que envió al exilio

o aplastó debajo de la alfombra inmobiliaria

y de las burbujas financieras.

 

Mi país sobrevive a régimen de deuda, como bien

supervisan las aves rapaces de los mercados.

 

En eso también seguimos la corriente

y asomamos en la cabeza del pelotón.

 

Por eso veo camisetas de los equipos de fútbol

-sublimes negocios de la coreografía de masas-

y de la selección española

aguantando el sudor de cuerpos y razas

por medio mundo.

 

En eso hasta parece ridícula la globalización.

Será por mi procedencia de un lugar invisible

y de las nubes de mosquitos donde el azar

le puso puntos

a mis íes.

 

A mí me gusta volver a mi país, claro.

Aunque también echo de menos

un país distinto.

 

 

Fotografía: Benoit Courti

 

 

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