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ateo poeta

inmovilidad

inmovilidad

 

Al subirse al vagón, contoneándose con los gestos de torpeza que se esperan de quien acarrea algunas bolsas de equipaje e intenta conservar el equilibrio frente al traqueteo y la inercia del movimiento, le preguntó con una voz tímida y educada:

 

-Perdona, ¿sabes si es necesario ocupar el asiento que está numerado en el billete? Es que habiendo tantas plazas vacías…

 

Y dejó la frase a medias, indecisa, frugal, como si albergase la esperanza de que esa nube en el aire fuera rellenada con algo más que con una respuesta tajante y funcional. Acabaron sentándose juntos. Al principio, eran las frases de ida y vuelta las que parecían torpes, tambaleadas por el ajetreo del tren y por el movimiento fugaz, inquieto, explorador, de los ojos. Después, comenzaron a lanzarse envites de silencios, muecas, insinuaciones. Él se remangaba mostrando sus antebrazos desnudos, como si le abrasara el calor artificial del escenario. Ella bajó la cremallera de su chaqueta como el presentador de un circo que va mostrando con repiques de tambor, poco a poco, el cuello de una jirafa, descendiendo hasta el umbral de unos senos dulces y discretos. Ninguno quería dar una señal inequívoca, el banderín de salida, ruido de motores. Tan sólo un pensamiento difuso se percibía flotando entre sus dos cavidades imaginarias: cerrar los ojos, acariciar lo prohibido, apagar la voz superflua.

 

Fue ella quien comenzó a auscultar los pechos de él, rozando suavemente con las yemas de sus dedos cada pliegue, cada fibra y ligamento, justo por debajo del jersey fino, algo ajustado y de cuello alto, que vestía. No los territorios más fáciles, las piernas, el pelo, las manos, no la sonrisa codificada, repetida. Desde la última palabra que había cortado el tiempo, había sido necesario un esfuerzo de concentración por mantener la densidad de los hilos de cristal que habían tejido. A la vez que sentía los cambios de temperatura a lo largo y ancho del abdomen y de su mullido humus pectoral, se iba encontrando con matojos de minúsculos pelos erizados como por una brisa de otoño, esos días grises al lado del río, y él le ayudaba tragando saliva, repartiendo su aliento sin brusquedad para evitar que se alejasen los pájaros de su corazón. Pero la música celestial que les aisló automáticamente del entorno se convertía en arena cada vez que sus abrazos explotaban con el temor añadido a desgastar la frágil superficie de sus labios, a anudar demasiado fuerte las velas, a encallar. Enseguida recordaban ese juramento hipocrático llevado a sus últimas consecuencias, al regalo del placer, a insuflar vida como un fuelle a un brasero, ese juramento redactado en la complicidad de su efímera soberanía. Y las arenas volvían a erguirse en fortalezas, juegos de manos, armisticios, erecciones, acoplamientos como arabescos, el resto del tren a lo suyo. Los aceros al rojo vivo y la velocidad aliñaban con su máscara de algodón.

 

Cuando regresaron de aquel retrete aún no maltratado por demasiados viajeros y olores, y en donde encontraron cobijo los diamantes de su éxtasis y las frutas que mordieron en el clímax, todo se había paralizado. No había tripulación, ni usuarios del transporte público, ni maletas ni maletines, nada, ni tan siquiera movimiento. Podía ser un efecto óptico, que sus pupilas aún estuviesen impregnadas de rosas, canela, secreciones corporales y lujuria. Pero un golpe fresco de luz salada les anunció que hacía bastantes minutos que el tren había llegado a su destino y que alguien lo había abandonado con más pertenencias que las portadas al embarcar. Naufragaron en aquel robo de identidades, de tarjetas de crédito, de ropa interior y de cepillos de dientes. No sabían qué sentir. Aunque eso nunca se sabe, por eso se sentían bien y mal, de nieve y congelados, salvajes y elegantes, dignos como el desahuciado que vaga con la mirada acusadora y con la bondad del ido. Tampoco necesitaron mirarse mutuamente, ya se habían bebido todas las preguntas, uno las del otro, y viceversa, y su mezcla yacía plácida entre los jazmines de sus órganos digestivos. Acabaron abrigándose junto a ese niño emanado de su jardín inmóvil en un banco de la estación, cayendo en la somnolencia profunda del almíbar aún residente en sus paladares, hasta que llegó un guardia rudo y corpulento que les amenazó con el lenguaje de su porra: “aquí no se puede dormir, sólo podéis permanecer sentados”.

 

2 comentarios

ian gomex -

de verdad?
otra vez mete la cartera en el bolsillo

Una de las forjadoras de sueños -

Me he quedado con la respiración contenida, conmocionadas las entrañas. ¡qué gusto!

Dentro de unos días viajo en tren varias horas. Seguro que lo vivo distinto a como había imaginado. ¡Quién sabe,...! Eso sí, cuidaré para que no me roben.