un mundo sin memoria
El hombre tranquilo había aprendido a sobreponerse al estruendo ambiental. Tras unos años de juvenil desconcierto y de dar tumbos entre las múltiples obligaciones miserables que le imponía su medio social, comenzó a depurar sus ideas, a tomar decisiones contundentes con el firme propósito de hacer su vida más fácil y plena. Su recogimiento ascético pronto le apartó de bodas, despedidas de soltero, comuniones, bautizos, entierros, comidas protocolarias, partidos de fútbol y demás eventos sociales en los que sentía un tedio profundo, aunque sin animadversión alguna por todos cuantos se dejaban arrastrar por su inercia.
No confió su malestar a ningún dios ni a ninguna ideología al uso. Prefirió inventar su propio camino, lo cual conllevaba, inevitablemente, una actitud de desconfianza ante el atisbo de estar compartiéndolo con embaucadores de cualquier calaña. El hombre tranquilo necesitaba vaciarse de toda aquélla rémora de palabras ideales -‘felicidad’, ‘orden’, ‘amor’, ‘bien’, ‘libertad’- que desde la más tierna infancia habían pretendido inocularle. No obstante, fue creando su propio mundo interior, sembrándolo de dudas y meditaciones que apenas musitaba ni, por supuesto, osaba intercambiar con extraños. Para qué echar más leña al fuego de un mundo tan caótico y lleno de encendidas iras y beligerancias por doquier.
En su periplo, lento e imparable, aprendió a deshilvanar una realidad a la que no le encontraba más sentido que el de las leyes que regían la naturaleza del resto de seres y cosas no humanos. Así, sin dejar de vestirse ni de utilizar la luz eléctrica, cada vez más sus gestos se turbaban con afán reflexivo en pos de formas de vida más austeras que le librasen de la esclavitud del comercio y de las agresiones de otros hombres. Al cabo de unos años de perseverancia, el hombre tranquilo consiguió despedirse de la gran mayoría de personas con las que había intimado en alguna ocasión y apenas constaban unos pocos renglones en su agenda de contactos. Sólo esa mínima expresión en su agenda lo consideró como un gran mérito, pues era fácil percibir que muchos otros de sus coetáneos habían adquirido un semejante grado de soledad sin habérselo propuesto y, en consecuencia, se sentían irremediablemente desdichados.
Sus empeños por acrecentar esa esfera de paz que le iba inundando poco a poco, lejos de adormecerlo, avivaron su astucia y pragmatismo. Resuelto a no trabajar más que lo estrictamente necesario y a no someter el trabajo de nadie a sus caprichos o ambiciones, descubrió en un país lejano la existencia de un filón de primitivas criaturas fosilizadas cuyas inverosímiles figuras constituían un preciado objeto de deleite artístico para algunos de sus congéneres humanos. Se dedicó a su extracción y venta a coleccionistas de todo el mundo, siempre manteniendo un extremo sigilo y discreción pues, de hecho, era una actividad modesta que practicaba una sola vez al año. El viaje era preparado con toda delicadeza, enrolándose en algún barco de mercancías las más de las veces, y recogiendo entre los fósiles sólo un ejemplar minúsculo y deslumbrante cada vez. Después elegía el lugar del mundo que visitaría para desprenderse de la ansiada roca y, al poco, regresar a su morada. Aunque su retraimiento le había llevado a instalarse lejos del barullo urbano y a autoabastecerse en una gran medida, con el dinero conseguido por aquella insólita transacción anual cubría de sobra cualquier otra necesidad material o cultural que pudiese surgir. Como contrapartida, cada uno de aquellos desplazamientos le proporcionaba texturas más complejas a su ya acusado silencio. Las líneas profundas de su rostro y su mirada inquieta se iban alimentando de todas las gentes, lenguas, casas y parajes que inspeccionaba, pero se resistían a devolver nada. Ni una opinión, ni un consejo, ni una preferencia; nada que pudiera, por acaso, empeorar su vida propia o la de sus acompañantes eventuales.
El hombre tranquilo era consciente de que su modo de vida no estaba exento de riesgos. Podría sufrir un accidente o enfermar gravemente. Podrían impedirle o gravarle de forma insostenible su secreta actividad espeleológica. Una guerra o una catástrofe medioambiental también podrían obstaculizarle el acceso a sus acantilados de tesoros naturales. Podría ser expulsado de su casa por una nueva carretera que la atravesase en dos sin contemplaciones. Podría enamorarse.
Sin embargo, nada de ello le preocupaba en exceso. El miedo se había disipado como la niebla el mismo día en que había decidido tomar las riendas de su vida. Pocos imaginaban que aquel hombre tranquilo un día sentiría vértigo al recordar todo lo que había cambiado y lo mucho que le quedaba por hacer.
2 comentarios
at_po -
Toñi -
Supongo que no he podido evitar recordar la vida de un amigo, hombre muy apasionado e inteligente, que inició hace muchos años un camino de aislamiento externo, que le condujo al abandono de relaciones, afectos, proyectos,...
Todavía debe andar buscando caminos para el encuentro. Era, supongo que seguirá siendo, alguien realmente extraordinario, pero a quienes le quisimos mucho sólo nos queda algo de amargura en el corazón por no haber podido "llegar a él" y que nuestro cariño e inteligencia no fueran sino barreras para el encuentro.
¿Sirve la lucidez si no nos ayuda a ser felices?