exámenes
“(…) Ha pasado semanas preparando este examen del que, una vez más, depende la continuidad. Años atrás hubiese dicho que es un examen crucial, pero con el tiempo ha aprendido que todos los exámenes son cruciales, hasta el punto de que un examen que no fuese crucial no le parecería, no sería, un auténtico examen. Acaba de leer las cinco preguntas y respira tranquilo. De las cinco sabe cuatro a la perfección. Por lo tanto, puede ya considerarse aprobado (como mínimo). Gira la vista hacia los otros examinandos y ve cómo cunde el nerviosismo: la mayoría escribe deprisa; como si se les fuese a acabar el tiempo, llenan una hoja tras otra, con cara quebrada. Hay dos que piensan intensamente. Se nota porque miran hacia el techo, con el ceño fruncido; uno de ellos muerde, además, la punta del bolígrafo. Otro ha agachado la cabeza para esconderse de la vista del examinador y dirigirse al del pupitre de al lado: mueve los labios vocalizando lentamente una palabra, pero el del pupitre de al lado no le entiende; le responde arrugando la boca y levantando los hombros. El que vocaliza en silencio repite la palabra una y otra vez. Llevan así un buen rato, y continúan hasta que el examinador empieza a pasear por los pasillos que las tres filas de pupitres dejan entre sí. El que se agachaba se yergue con una seriedad exagerada y delatora. Como si a él también le pudiesen pillar en falta, el examinando se endereza también y decide empezar de una vez. Saca el capuchón del bolígrafo y escribe su nombre. Empieza a contestar la primera pregunta, con letra clara y equilibrada, una palabra tras otra, en líneas apretadas y rectas. Cuando acaba la primera pregunta empieza con la segunda. Pero a las pocas líneas se siente desfallecer de nuevo y deja de escribir. Está cansado. Pero sólo los últimos días de estudio intenso no le pueden haber causado tanto; quizá lo que le agota ya es el continuo de exámenes que ha tenido que ir superando desde la infancia, uno tras otro. Si como mínimo divisase el final. Pero después de aquel examen habrá otro, y tras ése, otro. Sabe que prepararse requiere esfuerzo, que de hecho nunca se sabe lo suficiente, ni se demuestra suficientemente cuánto se sabe, sea suficiente o no. Pero ese convencimiento no le impide preguntarse si habrá algún día un último examen. (…)
¿Por qué continúa examinándose? De hecho, ¿de qué le sirve y para qué le servirá? ¿No sería mejor dejarlo ya, inmediatamente? Igual que no recuerda los primeros exámenes, ha olvidado también el objetivo final que debe haber más allá del de convertirse, momentáneamente, en examinador. Sabe que los examinadores (que han tenido que superar la serie de exámenes por la que él pasa ahora) se examinan a su vez, pero no sabe para qué. ¿Para convertirse (¿momentáneamente también?) en examinadores de los examinadores? Ni tan sólo es seguro que convirtiéndose en examinador lo sepa. Igual que tampoco sabía, cuando empezó de niño, que el primer objetivo (ése al cual cree acercarse) es convertirse en examinador. Empezó, cree recordar, porque sus padres (como absolutamente todos los padres) querían que estudiase. (…)”
Quim Monzó, Tres bocetos
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