meditaciones prenatales
Ya llevo meses aquí encerrado. Al menos, eso es lo que dicen ahí fuera. No es una cárcel, al parecer, sino que “aquí estoy como Dios”. Aunque yo, dentro y ellos, fuera; de eso no me cabe duda. Aún no tengo claro el significado de muchas de esas palabras. Tampoco soy capaz de emitirlas por mí mismo. Aunque a ellos no creo que les importe. Esperan que eso ocurra dentro de unos años, dicen. Me hacen gracia. Me tratarán casi como si fuera sordomudo. Bueno, así me dejarán más a mi bola. Con mis gorgoritos y pedorretas. Es un placer. ¿Será lo mismo a lo que ellos llaman vacaciones?
Desde que abrí los ojos sigo muy atento todas las conversaciones y movimientos de los de ahí afuera. La piel de mamá es muy transparente. Un poco cóncava o convexa, no sé, según se mire. Sospecho, en todo caso, que veo las cosas con más curvas que ellos. A menudo hablan de pantallas planas, encefalogramas planos y cosas parecidas. Pero ya digo que aún no he atado todos los cabos. Ya habrá tiempo, que de eso me sobra. Ellos, por el contrario, no paran de quejarse de que les falta tiempo para todo, que quieren tiempo para ellos solos y que no saben qué hacer con el tiempo libre. Una curiosa entidad filosófica esa del tiempo, no cabe duda. Habrá que seguir investigando en el futuro.
A veces he probado a mirarlos fijamente. Pero nada. Hacen como si no se dieran cuenta y esquivan mi inocente interpelación. Yo también me hago el dormido cuando me conviene. En realidad, es una travesura. Eso exclama la ginecóloga con su gran sonrisa latina. En cuanto la veo acercar la cámara esa al vientre, cierro los ojos y me chupo el dedo. Piensan que duermo. La foto queda perfecta y se reparten las copias: una para la colección de la doctora y otra para el álbum familiar. Me gusta posar para las ecografías. Aunque la verdad es que me paso mucho tiempo durmiendo, estar aquí solo es un poco soporífero. Estoy empezando a practicar unos pasos de baile y a tocarme otras partes del cuerpo para comprobar si estoy completo. Lo que pasa es que no hago pie fácilmente y debo parecer, más bien, una especie de astronauta saludando al resto de terrícolas subyugados por la ley de la gravedad.
En los últimos o primeros meses -que, al caso, son lo mismo- también ha habido algunos sobresaltos. Lo sé por las pulsaciones aceleradas de mamá y por la escenita que presencié. Nos presentamos en la oficina del jefe. Los tres, frente a frente: el jefe, mamá y yo. Aunque todos pretenden ignorarme, en este caso estoy seguro de que mi presencia era muy importante porque no dejaban de hablar de mí. Mamá no dio su brazo a torcer. “Me voy a pedir la baja anticipada, te guste o no. Y si no me renuevas el contrato, te pondré una denuncia que te cagas. Por discriminación sexual.” ¡Caramba, vaya genio! ¡Y luego dicen que los niños somos escatológicos! En los días siguientes el tema fue objeto de animado debate entre distintas personas con distintos vínculos con mamá; incógnitas todas que ya despejaré más adelante. De momento retengo los rostros y las entonaciones. Siempre que mamá no se pone un vestido demasiado grueso que no me deja ver u oír con claridad o nitidez (“hablemos con propiedad”, por favor). Entonces protesto dando algunas pataditas. Pero nada. Ella sonríe a la vez que se siente compungida: gajes del oficio. ¿Será que ya empezamos a no entendernos?
Por lo demás, la vida de un prenatal transcurre en cierta soledad. Te deja mucho tiempo para reflexionar. O para atesorar las reflexiones de otros. Por algo habrá que empezar ¿no? Muy distinto debe ser el caso de los mellizos. ¡Qué hacinamiento! Deben pasar la mayor parte del encierro peleando por un hueco en la placenta. En este sentido no sé si sentirme un privilegiado o alguien con una reducida vida social. Me temo que esta cuestión también entraña profundos dilemas con lo que entretenerse en los años venideros. Ahora voy a hacerme el dormido que ya veo venir a la matrona. Hoy toca salir afuera. Ya lo tienen todo preparado. Yo, a agarrarme bien, que las contracciones vienen agitando las aguas.
La verdad es que ya tengo ganas de que me cambien la dieta, para variar un poco. Y de entrar en la fiesta de ahí fuera, a ver si voy resolviendo enigmas. Aquí no se está mal, pero no soporto ese dicho tan carca de “todo tiempo pasado fue mejor”. También tiene sus incomodidades. Sobre todo para mamá, que se lo pregunten a ella. Yo me pregunto si algún día hablaré de todo esto con ella o con mis hijos. Si tendré tiempo. Me apetece contemplar sus ojos. Directamente, por mí mismo, sin filtros. Hasta ahora tenía que estirar mucho el cuello o conformarme con su reflejo en los espejos. Le preguntaré cuánto nos queda de vacaciones juntos. No sé si me entenderá. Tendré que ir perfeccionando mis gorgoritos.
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