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ateo poeta

El señor Ibrahim

El señor Ibrahim

 

 

En pantalla chica y con la cena en bandejas -en los mismos sofás donde acompaño a mis hijos adolescentes a seguir los partidos de la Eurocopa, venciendo mis renuencias prejuiciosas ante el deporte televisado y pasando un buen rato con ellos- vimos esta semana El señor Ibrahim y las flores del Corán (François Dupeyron, 2003). Mis chavales me advirtieron antes de empezar: “sólo nos quedamos si es entretenida”. Su primer requisito de entretenimiento es que no la visualicemos en su francés original: cedo. A partir de ahí, sólo temo al síndrome de somnolencia adquirida o a la súbita aparición de otros entretenimientos simultáneos a la proyección. Y nada de eso ocurre: me alegro. Desde los primeros hasta los últimos acordes del “no matter, no matter what color, you’re still my brother... tell me why, why can’t we live together?” su pensamiento parece absorbido por el devenir de Momo, el chaval judío de 13 años que encuentra en Ibrahim, el tendero turco de su barrio, a un amigo y segundo padre. Puede ser que la edad del joven protagonista y sus peripecias fueran suficiente acicate para que mis niños se viesen reflejados, identificados y cuestionados, y así no perder comba de los sucesos. Momo vive solo con su amargado padre para quien cocina y hace la compra habitualmente. A su tierna edad se inicia en la sexualidad gracias a las prostitutas de la Rue Bleu donde vive, en un denso y bullicioso barrio viejo del París de los años ’60. También se enamorará y desenamorará de una vecina pelirroja, y se hará amigo e hijo adoptivo del sorprendente señor Ibrahim. A éste le robaba latas de conserva hasta que el anciano y sabio musulmán le reprendió comprensivamente y le fue atrayendo hasta su particular filosofía vitalista (y a la lectura del Corán), a pesar de su ya avanzada vejez y su rutina comercial aparentemente sombría. Juntos se contagiarán la sonrisa y hasta emprenderán un viaje en coche (¡del que sólo veremos las nubes!) hasta la Turquía natal de Ibrahim (región de Anatolia, si no recuerdo mal). ¿No deberían ser así todas las “paternidades”: amistosas, estimulantes del conocimiento, ejemplos de autonomía y felicidad? No sé exactamente en qué pensaban Mario y Luis (¡tan concentrados y metidos en la piel de los personajes como me suele ocurrir a mí!), pero estoy seguro de que su mirada atenta hasta el final no les dejó indiferentes. Y todas esas contundentes canciones de rock y música negra de la época (junto a alguna francesa como Nouvelle Vague), tan bien trabadas y coloristas (como el Sunny, La Bamba, o Sweet Little Sixteen), seguro que también contribuyeron lo suyo a que se sintieran “entretenidos”. Es difícil, pero cada día voy aprendiendo más a ver buen cine juntos. O sea, a convivir y a crecer juntos, entrando en universos comunes de reflexión (es curioso, pero últimamente hasta se animan a leer algunas cosas de los periódicos que yo devoro con fruición...).

 

 

 

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