Epístola
¿Has oído el rumor de esas aguas subterráneas nuevas:
las que absorbe la edad, las que oxigenan los filamentos
que enhebran la cordura con la locura -ahora, que sobrevivimos?
¿Y el canto del invierno arremolinándose en las fisuras
de celosías y paramentos blindados? ¿Como los acantilados
contiguos a tu sed de amor, siempre objeto del látigo:
firmes, indigentes, dueños de esa luz de mar primitivo?
Nunca nos consignamos a efemérides apenas. Vagamos
entre veredas minadas de imperativos kantianos y girasoles
quemados por la impotencia utópica.
(Aprendimos a designar los refugios para sustraernos al ostracismo.)
Necesitaba tus reflejos -tantas veces cristalinos y severos-
para mis preguntas cubistas. Y permanece nuestra savia inconforme.
Ese laxante cómplice a través de largos meses y kilómetros
de silencios.
Ha pasado mucho tiempo. El ser humano es diletante:
añora explicaciones, toma aire y se sumerge en un magma
de arrebatos pasionales. Hay quien se ocupa de los manjares.
Algunos van olvidando a quién interpelar con coraje
-porque el tiempo y las algas los envuelven y arrastran lejos.
Nosotros sobrevivimos, empero.
(Cuanto más políglota, más descubro el idioma de mi infancia.)
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