Pornografías
Este ensayo de Andrés Barba y Javier Montes, La ceremonia del porno (2007), era una de esas lecturas siempre postergadas pero, a la vez, siempre inquietantes. La pornografía, de hecho, es uno de esos géneros comunicativos perturbadores, de los que te dan más preguntas que respuestas. ¿Es arte? ¿Es una objetivación necesaria para nuestra salud psico y fisiológica? ¿Es tan sólo una industria más para consumar nuestra alienación? ¿Por qué es carne de cañón en tanto debate moral? ¿Qué tiene que ver con nuestros cuerpos, con nuestros deseos y con nuestra razón? Este ensayo tiene la ventaja de ser sugerente y atrevido. Otro cantar es su consistencia argumentativa y la capacidad comprensiva de toda esa amplia realidad social en la que se produce y consume la pornografía. Estos son los aspectos más flojos, a mi entender. Pero supongo que leemos ensayos porque tenemos pereza para investigar más a fondo por nosotros mismos, o porque, en caso contrario, nos preparamos el terreno con la compañía de terceros que ya están más metidos en harina, aunque sea especulando y filosofando alegremente. Advertencia para navegantes: que nadie espere excitación erótica de esta propuesta teórica -su tesis: lo porno sería sólo una ceremonia o ritual para provocar la excitación del espectador- porque se expone, sobre todo, con abundante seriedad y complicidad erudita con los autores (escritores ambos y Montes también crítico de arte).
“Para todos existe una pornografía que no puede mirarse sin inquietud, sin fascinación, sin excitación, sin miedo. (…) En la vinculación que se establece entre una película pornográfica y yo hay una tensión ininterrumpida que surge precisamente de mi compromiso y que muere con la resolución de aquello a lo que, como observador, me había comprometido.” (p.43) El lado salvaje de la vida no está más allá de cada uno de nosotros, y sus formas pueden ser bastante variadas. Es posible que la pornografía apele a esa oscuridad y a nuestras ambivalencias, pero seguro que hay otras vías igualmente excitantes (cuando no hay quien las usas a modo de lenitivos o líneas de fuga). Lo absurdo, a mi entender, es vivir con la obstinación de que eso no existe dentro de nosotros, que no nos afecta ni nos incumbe. Por eso considero que la perturbación pornográfica es tan potente: nos interroga sin rodeos acerca de nuestros compromisos con nuestro placer. Por eso me parece absurdo considerarla, simple y meridianamente, como una perversión.
“Es el tedio -y no la censura, o la pornofobia- el verdadero enemigo mortal de lo porno. (…) Pero la carrera del porno contra el aburrimiento no es una escalada; si se limita a llevar al máximo sus recursos estimulantes, el porno no tiene ninguna posibilidad frente a él. Su estrategia es otra: la del hormigueo en círculos. El porno se multiplica a sí mismo, reproduce una y otra vez sus formas y sus recursos.” (p.60) De la misma manera opera el deseo (al menos, en la interpretación freudiana): siempre busca otro objeto; cuando se satisface, muere de placer; sólo resurge cuando se fija un nuevo fin, una nueva intención. Y por eso a menudo es tan hilarante el “revival” que una y otra vez operan los pornógrafos, al igual que lo hacen los vendedores de ropa. Y por eso hay tantas variantes sobre el mismo tema (follar, casi siempre). Los fetichistas y coleccionistas se ponen las botas, pero siempre perseguidos por esa sombra demoledora de caer en el tedio y la rutina, como en los mejores matrimonios.
Los autores prefieren hablar de “experiencia pornográfica” en tanto que unidad de sentido entre productores y consumidores. Esto nos acercaría al arte, pero cualquiera deduciría que ni las fallidas pretensiones artísticas de algunas grabaciones porno, ni lo que buscan con inmediatez sus espectadores, es una sublimación artística o un estímulo a su reflexión sobre el mundo. “Si el arte es sublimación de ese límite [lo visible], merodeo en torno a él, infinita complicación en la representación de sus rasgos, el porno es atajo, camino más corto y búsqueda del mínimo denominador. Si el arte enfatiza su relación con el deseo, el porno hace lo propio con la satisfacción. La verdad húmeda será palpada si se siguen las leyes del mínimo esfuerzo (nos dice el porno). La húmeda verdad sólo será encontrada mediante la realización del máximo esfuerzo (nos dice el arte).” (p.182) La pornografía, más bien, tiende a ocupar un espacio límite entre lo público y lo privado. Si fuera demasiado pública, perdería interés. El secreto, la perversión, la transgresión de lo prohibido, configuran un atractivo esencial que desaparecería si la pornografía invadiera la esfera pública. Que no teman, pues, los pornófobos. Del mismo modo que los cuerpos desnudos pierden interés cuando no hay velo que los cubra ni los insinúe. Lo que es fácilmente poseíble o admirable, deja de ser deseable. Y este razonamiento nos conduce a otro corolario: nada es pornográfico en sí mismo, depende de la excitación que produzca y de las decisiones que adopten las autoridades para demarcar lo pornográfico (lo obsceno) de lo tolerable a secas. Como esas decisiones esconden una gran hipocresía (los que juzgan suelen consumir aquello que prohíben para el resto, la violencia descarnada suele considerarse menos obscena que la encarnación del placer sexual, etc.), no nos extraña la frase de Bertrand Russell: “Quienes prohíben la difusión de imágenes obscenas por considerarlas dañinas nunca parecen tomar en consideración el daño que pueden hacerles a ellos mismos.” (p.67)
Entiendo que los autores no pretendan evaluar todas las dimensiones de la pornografía. Sería una empresa especialmente ambiciosa en una época en la que mediante internet, móviles y cámaras se ha hecho tan universalmente accesible tanto el consumo como la autoproducción “amateur” de experiencias pornográficas de toda índole. Dan por hecho, sin embargo, que algunas cosas son indiscutibles (lo cual es bastante discutible): como que no existan caricias ni afectividad en las películas porno porque, argumentan, descubrirían la individualidad, la conciencia y la libertad en el cuerpo del otro (“La pornografía como realidad obscena se salta este preludio de la encarnación y se instala directamente en el deseo de la apropiación, que es la base misma del principio de placer. La obstinación en el coger, en el penetrar, en el agarrar y morder, elude la encarnación del otro.” p.141); o el esforzado talento de los actores porno para no interpretar nada, para no parecer nada distinto a lo que son, para dejarse llevar con gracia por las piruetas sexuales en las que se embarcan (“La mirada sin alma -sin conciencia: sin visión- del actor porno parece leer nuestra propia conciencia. Pero no hace sino lo contrario: invita a despojarnos de ella. En su mirada inocente -en su estado de gracia absoluta- contemplamos un reflejo similar de nosotros mismos.” p.124). Otras cuestiones casi ni las mencionan: por ejemplo, las vejaciones brutales que se cometen tanto en la producción de la pornografía pedófila como en la más convencional; o la propagación hegemónica de modelos frustrantes de relaciones sexuales; o la adicción enfermiza al consumo de pornografía. Al objetivar lo pornográfico mediante un prisma tan defensivo e interactivo, se corre el riesgo de eludir esos y otros muchos conflictos presentes en la “experiencia pornográfica”. Como ocurre con el deseo, el cuerpo y los placeres, creo que es preciso pensar en términos de procesos, aprendizajes y multiplicidad, más que en un modelo pornofílico unitario tal como predomina en esa industria mediática. A través de Radio 3 y del Diagonal he conocido, por ejemplo, el último libro de la directora Erika Lust: “Porno para mujeres”. El colectivo “girlswholikeporno” también abrió, en su día, muchas líneas experimentales. Supongo que todo ello será algún día objeto de estudio en las aulas, pero antes deberíamos haber salido de las cavernas con algo más de “educación sexual” (o como lo quieran denominar), y de unos medios de comunicación y gobiernos tan ñoños y catetos. Y quizás, entonces, podamos volver a definir lo pornográfico en función de las distintas pornografías y gustos al respecto, y no sólo de una pornografía construida al filo de las prohibiciones rampantes en la actualidad.
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ateopoeta -