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ateo poeta

Sermón de la montaña

Sermón de la montaña

 

 

Un curtido y joven escalador está a punto de morir

en una montaña de Pakistán a más de 6.000 metros de altitud.

 

Con los huesos quebrados tras precipitarse al vacío,

ahora suspendido sobre el vacío gracias a los arneses resistentes y encallados

en alguna muesca de las rocas justo en el momento de la caída,

enfrentado al vacío final de su vida desde esa cornisa inmanente y esa pared

invencible a las hazañas, divisando los fondos inmensos y diminutos

de la cordillera cuando la ventisca gélida y célere aplaca

sus mordidas batientes.

 

            Las hemorragias y el dolor le golpean por dentro.

Es una tortura implacable que sólo amaina por momentos, como la ventisca,

al perder toda noción de consciencia, quién sabe si atisbando ese nirvana

ideado por lo monjes de aquellos santuarios no muy lejos de allí,

en las cimas del mundo.

 

            Sabe que ya no tiene sentido preguntarse: ¿por qué estoy aquí?

¿ha merecido la pena vivir de esta manera, llegar hasta aquí?

¿a quién le podré transmitir ahora mis conocimientos de las cumbres,

del método de ascender, de la voluntad de resistir a las inclemencias?

¿a quién la humanidad vislumbrada, la humanidad mínima, el eslabón

perdido que sólo emerge con la ayuda mutua de quienes suman

sus fuerzas a los mismos desafíos?

 

Tal vez otros lo harán, tendrán tiempo para preguntarse, dudar

y meditar sus respuestas. Allí, inmóvil sobre una cornisa de la cara virgen

del Latok II, ya no es posible crear más tiempo, seguir siendo dueño

y señor de la propia vida, construir su esencia y su espíritu, comoquiera

que eso sea. Allí ya no hay tiempo, el tiempo se agota objetivamente,

fluye indiferente a ese dolor, a cualquier esperanza como en las clepsidras

y los relojes de arena que aún se ven en los museos, sin ninguna

consideración afectiva, sin teleología, firme y concluyente

como una ley natural.

 

            La expedición de rescate que envió el gobierno ha claudicado

en sus intentos y nadie sabe si se recuperarán los restos físicos

del escalador en caso de mejorar las circunstancias ambientales

por lo que se honrarán las exequias sin su presencia.

 

Me encuentro a más de 6.000 kilómetros de distancia de aquel lugar,

contemplando el amanecer al oriente desde el pico del Teide, a más de

3.700 metros sobre el nivel del océano Atlántico, en una de las llamadas

Islas Afortunadas o Elíseas o Paradisíacas. Se ubican al noroeste rico del hambriento

continente africano, rodeados por un mar de cámaras de vigilancia

y guardacostas que impiden las migraciones de aquellos cuyo pasaporte

no va acompañado de una tarjeta de crédito o débito con fondos abundantes.

 

            Hemos ascendido de madrugada con una temperatura fría pero suave,

no más de hora y media de pendiente desde el refugio veinte euros la noche,

sin apenas material de montaña especializado, siguiendo a los franceses, rusos,

vascos y catalanes más adelantados, perdiendo las huellas de sus linternas,

alumbrados sólo por la luna escueta en cuarto creciente. Leves dolores

en los cuádriceps, abductores y gemelos, pero soportables y pasajeros.

La respiración y los pálpitos cardiacos más acelerados de lo habitual, pero

sólo es un día más de turismo antes de volver a tomar el sol y las olas

en las playas de arena negra y salpicadas de rocas volcánicas.

 

            Sobre las nubes que rodean la isla de La Gomera se proyecta

la sombra piramidal del Teide instantes después del alba y de que todos

se tomen las fotografías de rigor y de sonrisas por un día más de vida y ocio.

Me pregunto por qué hemos subido hasta allí. Es más: ¿qué motivaría

al primer ser humano a subir hasta allí, a dejarse quemar su piel y sus ojos

(el cristalino, los nervios ópticos, la retina), a invertir su tiempo de vida

escasa en una proeza incierta y gratuita o incluso ingrata? ¿qué calzado

y qué abrigo, por necesidad austeros, usarían? ¿cómo superarían

las amenazas de sus dioses trascendentes, del mundo animista

que tendría en el propio volcán a una de sus expresiones más magníficas

y fantásticas de omnipotencia? ¿y qué buscamos los observadores

actuales de estos desiertos mostaza y piedras porosas dentro de

nuestras propias cavidades, latencias y erupciones posibles?

 

            Tendremos mucho tiempo más para seguir preguntando

y para meditar y para aplazar sine die las respuestas. Podremos, incluso,

elevar nuestras aspiraciones e invertir en equipos técnicos más

profesionales e intentar alcanzar los techos del mundo más nobles

para regresar a los mismos interrogantes y sentir dolores más intensos

y angustias más verdaderas. Con nuestros pasaportes y tarjetas de débito

y crédito podremos llegar a los paisajes donde habitan aquellos que carecen

de esa misma documentación para hacer el viaje a la inversa y para poder

aspirar a subir sus cumbres sagradas y preguntarle a sus dioses

las mismas cuestiones que atenazan a cualquier creador de tiempo.

 

            Al descender hasta la Montaña Blanca, donde quedó aparcado

el coche alquilado al borde de la pista forestal, se avistan innúmeros lagartos

y lagartijas al paso -esta es su verdadera patria- inmunes a las colinas

áridas, a los valles silenciosos y a las lenguas de lava que callan las heridas

que infligieron sin premeditación en cualquiera de las convulsiones

del pasado. Pasamos por la base del teleférico y allí se arremolinan

cientos de turistas esperando su turno para ascender por veinticinco euros

sin el menor esfuerzo físico, pero con sus particulares vacíos

metafísicos, a los miradores desde los que se otean los confines de la isla,

los mares de nubes y el sol abrasador del mediodía (sólo en horario de nueve

de la mañana a cuatro de la tarde).

 

            Algunos han leído o escuchado las noticias del escalador fallecido

en las alturas del continente asiático, mas el rayo gélido atravesando

la espalda es olvidado rápidamente en pos de la única y auténtica vida

cotidiana. Es agosto y estamos de vacaciones.

 

1 comentario

polikarpov -

El mundo avanza por ellos, por los que hacen cosas difíciles por nada, solo por hacerlas, por curiosidad, aventura, instinto, deseo. Estos, ellos casi nunca ganan nada. El mundo es mejor por ellos, por los que inventan o suben alto o imaginan lo nuevo y luchan para hacerlo realidad y nada les impulsa, ni paga, ni satisface. La historia está llena de esta gente, de estos que suben montañas porque si, que hacen cosas porque si, que arriesgan la vida porque si mientras los demás viven cómodamente sentados en los sillones de cuero de sus vidas. Yo prefiero a esos locos que quieren subir siempre montañas, que tienen la certeza de la muerte por venir y sin embargo viven intensamente, no les importa, ni les acobarda, ni olvidan, ni huyen.