Qué manzanas prometían las ramas desnudas
y resistentes al hielo, al mutismo.
Las veíamos ahí bruñidas y jugosas igual
que cuando probamos nuestra saliva y los rescoldos
de los cuerpos insulares, a resguardo de
los ladridos. Destilaban su sidra imaginaria
sobre nuestro vértigo acuciante de cielo.
Armados contra la nada pisábamos un suelo
mullido, un mar ancestral de lajas, cada huella
desdibujada. La tarde, en la pulpa del regazo,
crepitaba en la hoguera esparciendo el aroma
duradero de las encinas. Nos entreteníamos
retirando la cáscara de los nombres y te agarré
la cintura leñosa. Eras siempre tú, germinal hueso
del olivo, quien me dabas a beber.
0 comentarios