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ateo poeta

 

Qué manzanas prometían las ramas desnudas

y resistentes al hielo, al mutismo.

Las veíamos ahí bruñidas y jugosas igual

que cuando probamos nuestra saliva y los rescoldos

de los cuerpos insulares, a resguardo de

los ladridos. Destilaban su sidra imaginaria

sobre nuestro vértigo acuciante de cielo.

 

Armados contra la nada pisábamos un suelo

mullido, un mar ancestral de lajas, cada huella

desdibujada. La tarde, en la pulpa del regazo,

crepitaba en la hoguera esparciendo el aroma

duradero de las encinas. Nos entreteníamos

retirando la cáscara de los nombres y te agarré

la cintura leñosa. Eras siempre tú, germinal hueso

del olivo, quien me dabas a beber.

 

 

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