Recuerdo los toros de lidia y las vacas
sagradas nunca indiferentes a nuestra
inspección. Mamíferos con grandes ubres,
rumiando incansables una vida sin enigmas
ni laberintos. En sus dominios llueven
arroyos de leche aún candente para que las
crías resistan al viento y emigren y sigan
pastando. ¡Para qué declarar la guerra una vez
que los depredadores están a buen recaudo!
¡Para qué amarse con mugidos graves y
soportar las inclemencias sobre un cuerpo
grande de madre herbívora! Indolentes
y hieráticos, ungulados. Ignorantes de su
destino de matadero, de las cercas coloniales
y los valladares con sus alambradas hirientes.
Frutos lanosos de la quebrada tierra. Cuero contra
la intemperie al que agradecer.
Me pediste que
continuásemos, que estaba absorto y como cavilando
en una sima de carbón, frente a frente. Dónde
estaría la metáfora, el bien jurídico, la forma de
la ciudad en la que estas almas gravitan. Mejor
lobos o jabalíes o aviadores majestuosos. Esa mirada
triste e inmensamente oscura también acude
al lugar vacío entre las flores acuáticas.
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