Viena
¿Qué mora en el subsuelo de las ciudades?
Por debajo de los vulnerables rostros ajenos:
¿Qué persigues? ¿Qué especie de
metafísico animal se perfila en
tu espeso deambular?
Ni Sigmund Freud ni Kurt Gödel nos
libraron del límite innombrable:
el que siempre niega
un corpúsculo heroico.
Aquellos sabios provectos apenas divisaron
ni las plagas exterminadoras por venir
ni el euforizante brebaje
que inflamaba los delirios
de una civilización humeante.
Paseaban insomnes por los brazos suaves
del Danubio cuando
las amantes eran frutas rojas y
salvajes que nunca más serían
edulcoradas al gusto de las gélidas costumbres
imperiales.
Y cuando las fronteras erguidas y
solemnes de nuevo: ¿Quién mojará sus labios
aguas abajo? ¿Encontrará
su rumbo Ludwig Wittgenstein, al fin,
entre la ruda y ordenada
maraña administrativa que se edifica a ras de tierra?
¿En qué trincheras septentrionales perdería
su postrera esperanza en la áurea objetividad
del ser?
La habitación 17 de un hotel es una trinchera.
Enfrente de ti una mujer
de cabellos cobrizos y sinuosos abismos.
La pintó el erotómano Egon Schiele en
1917 poco antes de fallecer
prematuramente.
Su mentor, Gustav Klimt, tuvo mejor suerte
o, al menos, más años
para recrearse en la geometría
deseante de aquellas feminidades
de lechosa tez.
¿Acudirían los escrutadores
de axiomas a sublimar su sed en el marmóreo
Sezession? ¿A qué pliegues del pensamiento
les conduciría hoy el único museo del mundo
sobre la anticoncepción y
el aborto que se ubica
-casi clandestino- en un piso de
Mariahilfer Gürtel 37?
En lugar de esas vitrinas y artilugios
los pasajeros nihilistas
se conforman mudos ante lo imposible:
las travesuras hilemórficas de Friedensreich
Hundertwasser, quien también firmaba, según
su antojo, con precisos ideogramas japoneses.
¿Acaso no supura tristeza la
torpe y lujuriosa floración que intuimos?
Es necesario fracturarse el tobillo
para que el eco evanescente percuta
fuerte en la inmóvil probabilidad
del mundo.
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