sorteando la ola
Cada mañana salía a nadar de treinta a cuarenta minutos. Si alguna inaplazable reunión de trabajo se lo impedía, posponía su cita con el mar para el atardecer, poco antes de que se cerniese la oscuridad. Vivía a escasos metros de la costa. Las ventanas de su casa recibían con constancia las bocanadas de aire salado y los rugidos profundos del océano Atlántico. Esa vecindad había sido premeditada tras muchos años de buscar un emplazamiento para su vida, un lugar donde echar raíces. No era un silencio absoluto lo que anhelaba, pero sí la suficiente calma y un amplio horizonte abierto ante sus ojos que le permitieran recapacitar y concentrarse, no menos que fantasear y evadirse. Una quimera, tal vez. Llevaba cinco años poniéndola a prueba, experimentando con sus gozos y sombras, hasta que comenzó a nadar regularmente. Ese deporte apenas le había suscitado interés alguno en el pasado pero la recomendación de una fisioterapeuta fue providencial. Cada vez le acuciaban más dolores variados en su espalda y en torno a sus cervicales, el precio a pagar por muchos años de disciplina delante del ordenador. Ningún remedio los eliminaría milagrosamente y nadar podría ser una buena ayuda, según le dijeron con el habitual escepticismo médico. La opción por hacerlo a mar abierto, embutido en un traje térmico y asido a unas balizas para que le divisaran las embarcaciones pesqueras, fue una reacción inmediata a la saturación y el enclaustramiento que encontró en la piscina local. Ni siquiera los días de lluvia le inhibían de este ejercicio. Tan sólo cuando se revolvía el oleaje con violencia y anunciaba que engulliría a todo humano torpe que osase la navegación, la sesión de nado era sustituida por la contemplación de las inquietantes turbulencias desde el sosiego doméstico.
Para la población local, para la que el mar había sido durante siglos como una prolongación de sus extremidades y sentidos, aquel nadador no era más que una exótica especie de habitante marino sin mayor atractivo comestible. Despertaba tanta curiosidad como las montañas de conchas y caparazones escupidos sobre las dunas por las profundidades abisales. No faltaba quien le atribuía cualidades sobrenaturales para comunicarse con los delfines y con otras bestias submarinas que vigilaban sus posesiones de ultramar, mientras que para otros se trataba simplemente de un mariscador furtivo entre cuyas artimañas de distracción estaba exhibir las algas que había recolectado para la cena. Muchas mujeres se burlaban de las seductoras sirenas que imaginaban acompañando las brazadas del nadador, habiendo como había tanta guapa moza de bien merecer en el pueblo. Saldrían a su rescate en caso de extravío, pero de la misma forma resignada en que lo hacían con el resto de sus fantasmas cuando se adentraban a faenar al albur de los designios meteorológicos. Quién sabe si aquellos pinchazos dorsales no estarían provocados por unas branquias o aletas nacientes o si aquel ser huraño no pretendería, en el fondo, erigirse en alguna deidad, faro o ejemplo moral con el que confrontar los vicios más extendidos.
Como era previsible, nadie prestó la más mínima atención aquel mediodía cuando el nadador, con su estrafalario atuendo chorreando, irrumpió en la cantina e intentó alertar, casi tartamudo, de la mancha negra y viscosa, de aceite y petróleo, que avanzaba apocalíptica por la bahía de sus sueños. Aquellos minutos perdidos por las muecas de indiferencia y las miradas oblicuas, serían fatales para evitar la invasión asfáltica y la pestilencia que tardó años en amainar. Nadie supo nunca cuántos cuerpos flotantes desaparecieron de aquel frágil y siempre oscuro ecosistema, albergue del alimento local y de sus disparatadas invenciones al mismo tiempo. Tampoco se supo nada más del nuevo destino del nadador solitario quien apenas estuvo en boca de la gente mientras liquidaba su residencia y que sólo otro foráneo adquirió de saldo, inmune a los rumores y mitologías vernáculas en incesante reproducción.
Ilustración: Juan Carlos Mestre
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