Ahora entiendo por qué tanta aflicción
se aplaca con onzas de chocolate negro
y helados de licor y pistacho, por qué no
es posible mencionar la palabra futuro
sin que brote la sangre culpable de los labios
y tiemblen la clorofila y el espantapájaros.
La garganta sedienta y la voz rota abdican
de sus responsabilidades. El amor se extiende
como una metástasis hasta topar con lo
perplejo y la moral. Hay intérpretes de los
movimientos pendulares y el ardor dactilar
que ignoran el calibre adecuado, la mesura,
el fiel de una oxidada balanza donde se agazapa
un tahúr subjetivo.
Es incomprensible que desee envolverte con
un manto de estrellas y, a la vez, se rinda
mi respiración en el fondo deslumbrante del
océano voluntario. Huye el ciervo hacia su
lecho mentolado cuando descubre la mirada
furtiva. Quién desea las úlceras de estómago
que suscitan las montañas rusas. Qué atlética
resistencia puede predecir el cortocircuito.
He luchado por desnudar la luz. He instruido
a mis vértebras y caderas con los violines y
méritos de las tuyas. He sacrificado el gélido
vacío con la cuchilla de tu visión sincera.
He escuchado la flauta del dolor. Bajo los aludes
de tus caricias albinas, hipnotizado por tu
pedalear lubricante frente a los alisios, en la
brevísima insignia que esbozabas en el aire,
he hallado el fulgor y un domicilio cárdeno.
Cómo aceptar, entonces, la periódica
caducidad, el peso pluma del vínculo, las
rendijas de sombra en el atisbo de la nieve.
Las leyes del azar determinarán qué vuelo
y qué jardines pueden beneficiarse de esa
materia sin raíz, dónde se obstinará, cuál
es su aliciente. Agitada brizna, donante que
conspira, humilde topología que declara
el armisticio, teje, ausculta, amasa y
celebra sin grandes alharacas.
Fotografía: Walter Sanders
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