Se me acumulan las tareas.
Llegan una tras otra, en cadena,
sin que se les haya cursado
invitación alguna a esta fiesta.
A las más insistentes y extrovertidas
les cuelgo, por desidia,
las etiquetas de "trabajo", "muy
importante" y "por hacer".
A pesar del ajustado nudo de esas sogas,
permanecen siempre a flote
gracias a algún extraño mecanismo
de supervivencia.
Hay otras tareas que se presentan
con alambicados señuelos:
"necesitas ir al médico", "debes
comprar víveres", "venga usted
el día d a la hora h" y "no se olvide
de abonar sus facturas".
Por muy sencillas y convenientes
que resulten para ocupar
el tiempo ocioso, al final del día
uno se queda con el alma a cuadros,
como una marioneta cuyos hilos
mueven a su antojo unos dioses
de vacaciones.
En fin, también las hay no menos
insidiosas aunque murmullen
sus cuitas en tono de confesión:
"soy una perla de tu niñez", "dame
más amor", "por qué se afligen
los caballos de viento".
A estas últimas obligaciones me
aplico con tesón y procuro que no
les falte alimento. No obstante, gruñen
y protestan y hasta invaden mi cama
robándome el sueño cual gato
panza arriba. Nunca se dan por
satisfechas así que, a menudo, me inclino
por taparme los oídos.
Todavía me pregunto por qué no
se agolpan con la misma fruición
playas tropicales, lúcidas locuras
y hedonistas devociones
de toda índole.
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JGB -