Aquella mujer nació en el norte de América
pero su nombre, Lhasa, provenía
de la cordillera del Himalaya por un capricho
materno. Ese inesperado viaje espiritual
debió de apropiarse de su voz cálida
y rasgada confiriéndole el don
de limar lo superfluo.
Murió joven, víctima de un cáncer de pecho,
una traición de la naturaleza animada
con la que había entablado
un pacto melodioso.
De todas las instantáneas sonrientes
que se registran de ella y de sus versos,
me quedo con esos dos:
"no me tientes con la perfección,
tengo otras cosas que hacer."
Ni la perfección del amor
ni de la muerte.
Nosotros siempre coincidimos
a deshoras.
Nos arrastra la anomalía.
Nos extrañamos.
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