Los domingos por la tarde
transcurren sin prisa
y sin sobresaltos,
preferimos el refugio
ermitaño o la palabra
aromática y dulce
-con tres cucharadas,
por favor- en lugar
de rebelarnos por anticipado
contra la semana forzosa
que amenaza
con cumplirse de nuevo.
Pero ayer fue distinto
y me sumí en el trabajo
urgente, el que se debía
a un plazo ya caduco
y que vino a robar
las horas al deseo artero
y a la belleza afín
hasta bien entrada
la noche y cuando solo
aguardaba más noche
a la salida de la luz.
Entonces me llamaste
y lo dejé todo manga
por hombro y me fui
corriendo a tu casa
con mis ojos turbios
imaginando tus ojos
solitarios y tus ojos
nocturnos y el aullido
de tus caderas y llevé
mi sed en volandas
y mi fiebre de ti
sin reparar ni un minuto
en las calles apagadas
ni en los corazones
dispersos por un barrio
de parca iluminación.
Cuando arribé
a las orillas de tu cuerpo,
ya dormías y tu amor
era un tesoro enterrado
o un sueño azul o verde
o destellos plateados
según ordenase el reflejo
de la bóveda celestial,
y nos dejamos mecer
por el oleaje y por el silencio
de los animales y volviste
a respirar profundamente
entre mis brazos mientras
yo escrutaba lo oscuro
de aquellas paredes,
la geometría de la luna
cayendo en picado
sobre los edificios,
el sentido de ese lugar
donde yacíamos
con una felicidad tan
sencilla, asequible
y horizontal.
Ahora ha llegado el lunes
con su poema de lunes
y con la sola perspectiva
de que pasen las horas,
livianas y sinónimas,
a su debido tiempo.
0 comentarios