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ateo poeta

 

Una vez que estés muerto

podrán despedazarte más aún

o incluso despedazarte al mismo tiempo

que te elogian y te critican y te objetivan

y se quedan tan sin mácula como bebiendo

un vaso de leche, con su cara de rugosa

inocencia porque el infierno que les calcina

sigue abriéndose paso hasta la piel, las uñas,

la sangre sitiando sus pupilas, el día cero,

el día menos uno, una vez que tu noche

y tu luz de noche y tus palabras aún más

incandescentes que agrietaron el óxido

de quienes te escuchaban, dejen ya

de molestar, de llamarles enemigo,

de acusarles contra su orgullo y contra su

desierto de orgullo y contra los pájaros

que perseguían hasta descarnarlos de todo

hálito, del azar, del instante de júbilo

que ni sus niños recordaban, ahogados

en el legajo del archivo de la caja fuerte

de las penumbras y telas de araña,

una vez que tú, sujeto palpitante,

acicate, voz del asombro, sello

de la prédica de justicia, alga primera,

una vez que no nombres la explosión

ni el germen ni puedan encasillarte

en la vitrina del museo, ni amordazar

tu renacer en el injerto, lo prolífico

que no se bate en retirada, el agua

inasible, entonces, desde ese momento,

volveremos a invocar una palabra unida

a un cuerpo y a las piedras y a la arena

que dan forma a la sed, que existen

en su raíz y que atraviesan con su mirada

las figuras de los estragos y de

lo sublime e inmemorial.

 

 

Fotografía: Henri Cartier-Bresson

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