Otra mañana aprendiendo
a respirar hondo, a calmar
ese atajo de nervios desbocados
y que vuelven al redil
mansamente, no importan
los tigres ni el ruido
estremecedor, ni los disparos
al cuerpo o a las excrecencias
morales.
Abro la ventana como un rito,
me asomo a contemplar
la faena de los obreros
colocando esos hierros oxidados,
tablones de madera rancia y
tuberías, a varias decenas de metros
por encima de la gente que va
de lado a lado, cumpliendo
sus constantes vitales,
borrando sus huellas
del pavimento y de cualquier
atisbo de historia.
No me explico cómo ascienden
hasta aquí las mariposas
con sus delicadas alas,
ni los insectos insidiosos
que mato al vuelo con mis manos
sin escrúpulos, aunque luego sí
pienso en lo triste y frágil
que es la supervivencia,
en la dicha del alimento,
en las sonrisas que se desvanecen,
y entonces ordeno algunas cosas
y limpio los cadáveres y cierro
la puerta tras de mí.
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