Hay que ver cómo cambian las cosas
cuando se altera
el punto de vista.
Hong Kong, por ejemplo.
Cuando era una colonia,
los comunistas clamaban por democracia
(y el regreso a la madre patria).
Cuando se extinguió el régimen colonial,
los comunistas prefirieron volver al seno
de la madre patria
(y se mofaron de las nociones retrógradas
de la democracia).
Las banderas británicas se incendiaban
hace décadas más como desinfección
de una soberanía
teledirigida,
que como un gesto punk.
Ahora, rayando el patetismo,
los jóvenes se revisten
con aquellas mismas banderas
para poner su granito de disidencia
frente a las bocas cosidas
por el partido único.
A los gobernadores ingleses
se les exigían derechos políticos
y vivienda social,
y se amenazaba con la insurrección
en las horas álgidas
de la guerra fría.
A las élites acaparadoras del presente
apenas se les piden manos limpias
y menos petulancia
en los magnos negocios que van inflando
la burbuja.
Cualquier panorama, en fin,
puede ser desalentador
por mucha reforma
que presida la mesa.
Siempre estará en riesgo la autonomía,
siempre al borde del abismo.
Quizá no tenga otra razón de ser.
Siempre nos rodearán los trileros
liberales, con sus juegos de magia
y su utopía de los centros
comerciales.
Me suenan, ya las he vivido antes,
estas transiciones
de medio pelo y el maquillaje
sibilino de las palabras
ancianas.
Como si la mayor osadía,
en este contexto (también),
fuese apuntar más allá
de los límites
donde se amontonan
los despojos y los cadáveres.
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