Los motores de los aviones
ya no rugen como antaño
lo cual ayuda al éxtasis
de las nubes
y de los ocasos irreales
que se vislumbran
por la ventanilla.
Los termómetros informan
de los cuarenta y siete
grados bajo cero
en el exterior
de la cabina presurizada.
La velocidad de crucero
asciende, en este mismo
instante, a la friolera
de 899 kilómetros
por hora
y no sé cuántos pájaros
habrán perecido
en su transcurso.
Otros indicadores
apenas añadirían nada nuevo:
hemos volado muy alto,
la soledad puede ubicarse
en todos los puntos cardinales
y toda precipitación
augura algún tipo
de batacazo.
Fotografía: Elo Vázquez
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