Las recuerdo en las laderas y en los confines,
descendiendo como los arroyos,
íbamos a corretear entre aquellas chabolas
y gitanos, yo no tendría más de siete u ocho
años, pero la vida era así, salvaje, sucia, libre,
las tardes largas, las calles sembradas
de las primeras octavillas electorales
y nosotros dibujábamos los circuitos de arena
en el parque donde golpeábamos las chapas
con el dedo índice o el pulgar, y peleábamos
con piedras de verdad, a lo lejos, cada día
en un bando distinto, sin saber por qué, después
tenía que ir a comprar carne o leche fresca envasada
en bolsas de plástico o a recoger unos zapatos
para arreglar, o lo que me mandaran,
usando la vuelta para los dulces y los cromos
y las figuras en miniatura, todos los edificios
iguales, con sus franjas blancas entre los pisos,
alrededor de aquellas cuatro carreteras con los
columpios oxidados y las rocas marinas
y erosionadas, como fuera de lugar, ahora que
lo pienso, y no sé si fue allí cuando mamá
se quiso suicidar por primera vez, pero sí
cuando los gritos y las bofetadas y los llantos,
todos recibíamos en cuanto se terciaba
y supongo que por eso nos meábamos
en las sábanas y los besos dulces e insólitos
de aquella niña de mi escuela hacían
su aparición angelical en la médula
de la noche.
Fotografía: Lasse Persson
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