Tal vez han pasado veinte años desde que leí sus cuentos y poemas.
Madrid era pequeño en mi cabeza.
Alquimistas iluminados, hermeneutas, viajeros impenitentes.
Brechas
en el tedio, ansiedad por explicar guerras civiles, traumatismos.
Barruntar los límites de la ciencia sin caer en la mística ni en fuegos
artificiales.
Pero Borges es un taimado narrador de cábalas y paradojas,
enrevesadas trayectorias que conducen a la nebulosa del presente.
Amores de los que solo fallece el cuerpo.
“El mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior.”
“El Aleph es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes.”
“Para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”
“Aleph es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos.”
“Aleph es el nombre de la primera letra del alfabeto.”
“No preciso erigir un laberinto cuando el universo ya lo es.”
“Un dios sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna palabra articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo.”
El libro se ha humedecido de sudor mientras andaba al trote
por las montañas.
Es una edición amarillenta de 1968, impresa en Buenos Aires, aunque la fecha
original data de 1957. En ninguna de las dos yo había nacido.
Las ficciones del pasado, en definitiva, pretenden contener
los pensamientos del futuro.
¿Soberbia, omnipotencia?
Acabo la lectura en la cafetería del cine. La película japonesa (Still the Water, Naomi Kawase)
señala la necesidad de la aceptación de la muerte. Hay tifones, un chiringuito
en la costa, romanticismo adolescente.
Me pregunto cómo las ficciones propias y ajenas me contienen. Sobre todo hoy,
un día aciago.
Me pregunto si lo que escribo correrá la misma suerte
que esas hojas de pasta de papel más vieja que yo,
destinadas a desintegrarse poco a poco, como todos
nosotros.
Fotografía: Edmund Kesting
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