Voy a tomarme un té con leche Hong Kong-style
a una de las terrazas que dan a la piscina.
Los obreros se pusieron a perforar las paredes
con el taladro en la oficina adyacente.
Les pregunté, para cerciorarme, cuánto tiempo
iban a continuar con la tortura.
Así que bajé unos pisos y me entregué
a la contemplación. Una de las nadadoras
era mi alumna alemana. Ayer me dijo que,
en efecto, el agua está fría al principio pero
enseguida entras en calor. Observo que otro
atleta, probablemente nativo, viste
un traje de neopreno. Es 30 de noviembre.
El último día que la piscina descubierta
se puede utilizar. Mi teléfono indica
que hay 23 grados aunque ya refresca.
Una vez que ha desaparecido
la humedad del ambiente, el respirar
se hace más llevadero. Uno no delira tanto.
Prefiero mil veces este falso otoño,
lo templado, las sombras oblicuas.
Hasta la vegetación pletórica parece
acogedora en lugar de un vientre monstruoso
al que temer.
Podría no estar aquí. En la comida, con Felipe
y Héctor, charlamos sobre Palestina y
Colombia y siempre ese país, su reciente paz
fallida, otra vez, mis recuerdos del dolor
y de la suerte cuando me adentré en aquel
avispero. Lo tropical siempre lo asocio
al peligro. Pero ya pasó. También ahora.
Podría no estar aquí, si no fuera por la sonrisa
del azar y la sentencia absolutoria para los
ingenuos. En breve me marcharé.
Y en estas últimas semanas de vértigo y
laberintos no hallo las palabras adecuadas
para la despedida. Aunque el deseo
de mudar de aires es casi una urgencia
lo cierto es que hay vínculos rotos,
víctimas colaterales, cajas que rellenar.
Decir adiós. Mejor no evaluar el cambio
en términos de éxito o fracaso. Esa
contabilidad no alcanza a tocar
lo importante. ¿Y cómo definir lo
importante?
En mi despacho solo he tenido
un mes de tregua. Un mes en tres
años y medio. Un mes de soledad
creativa. Escuchaba música, mis programas
de radio favoritos, escribía sin descuidar
las obligaciones, los perfiles caprichosos
de las nubes me interrogaban amablemente.
Duró poco el armisticio. Me fuerzan
a compartir el espacio y lo entiendo,
es normal, ese bien disputado
en esta mini-ciudad de gigantescas
dimensiones. Quienes llevan la batuta
de todo esto, sin embargo, no lo comprenden.
Viven en otra galaxia. Y el partido-robot
no cejará de extender sus tentáculos
así que, para mí, la migración, otra más,
quién me lo diría, llega en el momento
premeditado.
Algo se rompe. Esta mañana me llamó Tiff,
esa mujer todo corazón, solo flores en su
corazón, toda luz natural como si no
hubiera crecido en este paraíso financiero.
En el aeropuerto despidió a su mejor
amigo, a su alma gemela. Un chico japonés
con el que estudió en Londres. Y se le habían
caído los pétalos del corazón por el camino.
Supongo que volverán a florecer, le dije
-con otras palabras. No hay que entrar
en pánico. Buscar formas de recomponer,
injertos, modalidades que amortigüen
la distancia. Me lo aplico a mí mismo.
Esta última etapa me ha obligado
a aprenderlo sí o sí. Conexiones virtuales.
¿Qué significa arraigarse a un lugar hoy?
¿Quiénes son los pocos seres humanos
que nos ayudan a darle sentido al absurdo
generalizado que nos rodea? Son idénticas
preguntas a las que me formulaba
varias décadas atrás. No hay otro
abismo. Lo que hay, lo intolerable, son
infiernos muy concretos donde ya
habitan millones como un lastre.
Nuestras dudas, hasta cierto punto,
son apenas retóricas.
Regreso a la piscina. Los guardas y
los socorristas se aburren. Cumplirán
con su horario y a otra cosa. Tiempo
de ocio o de trabajo doméstico o de
reocuparse por si no llega el sueldo.
El personal de limpieza, en su mayoría
mujeres, están siempre más atareadas,
de aquí para allá. Su salario deber ser
incluso menor. Su invisibilidad, casi
fantasmática. Mi jornada es más flexible
y esta profesión comporta privilegios.
Mi sustento depende de ellos: toda
mi gratitud. No les envidio ni quiero
acabar atrapado en esclavitudes
salariales aún peores que la presente
-en la universidad-fábrica, la
universidad-máquina, la universidad-
deuda. Si me voy es porque necesito
otro contexto donde escribir acerca
de mis pesadillas (traumas, inquietudes),
que vuele mi imaginación, dedicarme
a proponer algo sensato para este mundo.
En eso tampoco estoy solo. Lazos
analógicos. Largas conversaciones.
Contigüidad. Que el trabajo no agote
sino que potencie. Otras formas de
placer -intelectual, político, estético.
Es una lucha, quién no se ha cruzado
con ella. Unirme a los supervivientes.
Bracear, seguir un ritmo, permanecer
en el encuentro del fondo
con la superficie.
Fotografía: Benoit Courti
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